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Lecturas recientes sobre este proceso de estrategias de desinformación, al que asistimos desde hace ya tiempo: un libro de la profesora Julia Cagé (Salvar los medios de comunicación, Anagrama) incide en la problemática, de forma contundente. La tesis de la expansión del bulo y de la mentira es exitosa: como indica Cagé, ¿estamos mejor o peor informados con ese alud copioso de noticias, argumentos, declaraciones, sin tener constancia exacta de si, realmente, obedecen a la realidad o al menos se aproximan a ella? El tema afecta a todos los ámbitos, incluyendo la ciencia y, también, la economía. Asistimos a ecosistemas cada vez más contaminados por noticias falsas, que se erigen en mensajes centrales que se convierten sorprendentemente en creíbles para mucha gente. Fijémonos, por ejemplo, en la idea que suele desprenderse en cuanto a la gestión económica. Esta, se reitera una y otra vez, es más eficiente si: es privada y no pública; es protagonizada por ideologías conservadoras.

Cabe señalar, con datos en la mano, que esto no es así. Períodos importantes en la historia económica más reciente, como desde los años 1950 hasta la década de 1980, la filosofía económica y la política económica que se implementaron bebieron de las fuentes de la socialdemocracia de perfil keynesiano, con gestores de izquierdas –y también de derechas– que alzaron las economías que estaban en declive a causa de la guerra. Si adoptamos cronologías más próximas, tanto en Francia, como en Alemania o España, los períodos de gobiernos progresistas han cristalizado en mejoras para la ciudadanía y con gestiones aceptables. Y con apuestas por la intervención pública en economía, en colaboración con las empresas. Con enlaces sólidos entre la política monetaria y la política fiscal, entre 1950 y 1975.

Pero la falacia está servida: las derechas gestionan mejor, aunque, insistimos, no siempre los datos acompañen a esa afirmación atrevida. Veamos: en el caso de las catástrofes –y en España hemos conocido muchas, por desgracia–, la gestión conservadora se ha caracterizado por una palabra: nefasta. Ante esto, los bulos hacen su cometido, estimulados por quienes pretenden cambiar el devenir de los procesos: la desinformación se alza, imparable. Lo hemos visto en las elecciones al Europarlamento hace unos meses; o en las de Estados Unidos hace pocas semanas. Desinformar significa, en palabras de Bannon, el gran ideólogo de todo esto, «poner mierda en los canales de información». Construir en definitiva realidades inexistentes, pero que así sean percibidas por la población. Con gran toxicidad.

Cagé se hace eco de esta problemática que, a su juicio, está sacudiendo la democracia tal y como la conocemos actualmente: el triunfo de la ignorancia, la incultura, la no-ciencia, para consolidar un dominio antidemocrático, sustentado sobre los designios de un capital cada vez más empoderado y decidido a no camuflar ninguna de sus intenciones. El profesor Yanis Varoufakis nos habla, junto a otros autores que utilizan un concepto similar, de tecnofeudalismo: de un retorno a antiguos preceptos de dominios señoriales y siervos de la gleba. ¿Estamos ya en esa senda?