Por alguna razón que desconozco, he vuelto a leer a nuestros clásicos. Tirso, Calderón, Lope y, cómo no, Quevedo. Hace unos días, pregunté a un universitario qué había leído de Quevedo. Después de poner su dedo índice sobre la frente me respondió sorprendido: ¡No sabía que Quevedo había escrito algo! Luego me di cuenta de que hablábamos de Quevedos distintos. También me di cuenta de que el desconocimiento era recíproco. Ni yo conocía a su Quevedo del siglo XXI, ni él tenía idea de cuál era el Quevedo del XVII al que yo me refería.
Tengo en mi biblioteca ocho ediciones distintas de la Historia de la vida del Buscón, conocido popularmente como el Buscón de Francisco de Quevedo. Algunas son buenas ediciones, prologadas y anotadas por Ignacio Arellano o Domingo Ynduráin. Otras son de esas que se venden en las ferias y mercadillos sin tan siquiera una introducción. El caso es que acabo de terminar mi enésima lectura del clásico. Será porque siempre me ha gustado mi Quevedo. Será porque me apasiona la picaresca. Será porque los clásicos no pierden actualidad. Claro, será por eso. Porque don Pablos, ejemplo de vagamundos, pícaros y rufianes, espejo de tacaños, sigue estando de actualidad. Porque la picaresca amarga, forma parte de esa identidad tan nuestra. Y es que leo la obra y tengo la sensación de estar leyendo una crónica de la política actual.
La picaresca es un género literario -subgénero para los más puritanos- que describe la degradación de las instituciones y la deriva de los valores sociales. Hoy, aquel Buscón de falsa autobiografía es el líder pretencioso de moral defectuosa para quien las malas acciones quedan sin castigo. Está claro: para entender el estado en el que se encuentra la política española tenemos que volver a leer a nuestros clásicos del Siglo de Oro y, sobre todo, su picaresca.
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