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El fútbol se acaba pareciendo a la política, algo que siempre es igual pero siempre diferente, es decir, algo mortalmente aburrido para el que no ha entrado en ese mundo. Pudiendo ser artes nobles (a veces todavía lo son), siempre derivan en algo similar a una pelea de gallos. Cuanto más profundizas en estas disciplinas, más se distorsiona y empobrece tu visión del mundo. Ya no hay grises, solo blancos y negros, el bien y el mal, lo mío o lo tuyo. Es fácil acabar siendo un hooligan, es decir, un tonto que llama tontos a los que están en la acera de enfrente. Con todo, yo he sido muy feliz en un estadio de fútbol, también muy desdichado. Yo me encontraba en el Lluís Sitjar el día en que el muro del fondo sur se vino abajo. Tenía diez años entonces. El Mallorca se jugaba la permanencia frente al Valladolid, pero todo salió mal. Tras el pitido final, estábamos en segunda y con cuarenta heridos. Me recuerdo llorando y deseando la muerte del árbitro, que no quiso ver las manos del Polilla Da Silva. Por contra, yo estuve en el Martínez Valero cuando el Mallorca le ganó 3-0 al Recreativo de Huelva en la final de la Copa del Rey. Corría el año 2003 y aún me faltaban dos meses para cumplir los treinta. Parece que fuera en otra vida.