El gobierno británico nacionaliza su red ferroviaria después de su privatización, treinta años antes, por decisión de la premier Thatcher. El dato se ha visto en pocos medios y, por supuesto, no ha abierto ningún informativo en hora punta. Las privatizaciones de sectores públicos fueron un instrumento que se utilizó por parte de diferentes gobiernos en Europa, a raíz de las crisis de 1974 y 1979 y, sobre todo, a partir del cambio en el paradigma económico, con el triunfo del neoliberalismo. Gobiernos de perfil socialdemócrata también se vieron imbuidos por el nuevo catecismo, que preconizaba romper con todo lo que oliera a economía keynesiana, considerada como fracasada. Las orientaciones de Frederick Hayek y Milton Friedman eran el frontispicio a cualquier medida económica que pudiera tomarse: recortes de inversión pública, desmantelamiento de los servicios públicos y venta de activos públicos como empresas que estaban resultando rentables.
Al pasar al mercado, muchas de esas empresas actuaron con criterios escorados hacia la cuenta de resultados en un solo vector: los beneficios extraordinarios de sus accionistas y propietarios. Pero a costa de la mejora del servicio que se estaba proporcionando. Esto es lo que ha sucedido, justamente, con la red ferroviaria del Reino Unido: la privatización ha supuesto demoras en los horarios, servicios peores, ajustes severos en las plantillas y un incremento del descontento de los usuarios. Todo, además, rubricado con pérdidas.
Estos hechos matizan de manera contundente la tesis, muy enraizada, de que todo lo público funciona mal, de forma ineficiente, mientras solo lo privado tiene el marchamo de la eficacia gestora, del mejor resultado. Indudablemente, se pueden argüir ejemplos en los dos sentidos y en direcciones opuestas. Pero lo que no es ya adscribible es la afirmación vehemente de que la privatización de servicios públicos va a solventar cuellos de botella en su prestación y va a mejorar su calidad. Los casos en sentido contrario son apabullantes, lo que conduce a una realidad que se ha generado, desde la década de 1940, en diferentes sectores productivos: la función básica del Estado emprendedor, un concepto acuñado por la profesora Mariana Mazzucato y que tiene un alud de ejemplos imbatibles. Desde la creación de Internet, hasta los medicamentos, los avances en inteligencia artificial o los desarrollos de la microelectrónica, los Estados emprendedores han resultado claves para un mejor desempeño de las economías. Lo que contradice las premisas ultraliberales, que resurgen con intensidad en los momentos actuales, de que los Estados son el problema y los mercados son la solución. La ola ultraconservadora en lo político y cercana al anarcocapitalismo en lo económico en muchos países –veremos qué sucede en Estados Unidos– no se traduce en procesos tranquilizadores para la propia vigencia del sistema económico. Ni parar la sociedad. Por ello, muchos multimillonarios –como Warren Buffet– indican que los ricos –es decir: ellos– deben pagar más impuestos y atender a los desafíos como el cambio climático. No por filantropía: por salvar el sistema.
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