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Lo primero que hago cuando empieza el nuevo año, y ya he colgado el calendario de doce hojas con números grandes, es coger un papel y escribirlo con lápiz o bolígrafo. Lo hago en el centro del papel en blanco, sin anotar nada a su lado. Y me lo quedo mirando un buen rato por ver lo que me sugieren los números, uno detrás de otro. Lo hago así para que respire, para que nada lo condicione, que sea protagonista absoluto. Y, a partir de ahí, empiezo a divagar. También he hecho igual esta vez: he escrito 2025 sin más, tal como aparecerá en el titular de este artículo de jueves. Me ha llamado la atención el número 5, es como si quisiera salir corriendo. O como si estuviera en fase de convertirse en 6. No es raro que quiera salir huyendo.

Este cinco de la década de los veinte de este XXI se presenta movido desde el principio y el pobre 5 lo sabe. Sólo en unos días volverá Trump a la Casa Blanca y eso marcará todo lo que tiene que pasar. Escribir por primera vez el año que empieza o pronunciarlo en voz alta –a veces tienes que hacerlo en voz baja si hay más gente pues sino te miran mal– es una manera como otra cualquiera de cruzarlo. Recuerdo la primera vez que escribí 2002. Me pareció haber dibujado unas gafas donde los doses eran varillas extensibles y moldeables para adaptarse a las orejas.

En realidad, todos los años entre 2001 y 2009 se asemejaban a unos anteojos por esos dos ceros. Ahora, pasados ya unos añitos, cuesta imaginar esa especie de locura cuando se acercaba el año 2000. Aquella –vista desde hoy– absurda teoría de que los ordenadores del mundo mundial enloquecerían y que iba a ocurrir de todo. Fue uno de los debates del principio de año. El otro, si estábamos ante el primero del siglo XXI o el último del XX. Hubo mucha gente que celebró el inicio del siglo y del milenio un año antes. Los principios de año están llenos de rituales.