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El único espacio de Palma en el que hace años uno podía ver tanto películas de estreno como obras de teatro, espectáculos circenses o incluso mítines más o menos subversivos y revolucionarios era el Teatro Balear, que más tarde se reconvertiría en un bingo. Fue allí donde vi con mi padre en 1976 el primer remake de King Kong, y fue también allí donde disfruté por vez primera del circo en vivo y en directo, en una de las lejanas –ya muy lejanas– Navidades de mi infancia. Con el tiempo, el Teatro Balear cerró sus puertas, yo me hice mayor y los mítines dejaron de ser revolucionarios, al menos hasta la llegada de Podemos, pero lo que sí ha continuado exactamente igual en Palma es que el circo sigue siendo una presencia constante en nuestra ciudad por estas fechas. Y este año, por fortuna, no ha sido una excepción. Otra cosa que no ha cambiado es la fascinación que todavía hoy sigue ejerciendo el circo sobre las nuevas generaciones, un interés que tiene que ver, muy posiblemente, con ese halo entre aventurero y romántico que casi siempre hemos relacionado con este espectáculo gracias a películas como Freaks o La strada, o a arquetipos como el del payaso que hace reír y está triste, el del domador y la trapecista que viven un amor atormentado o el del joven que un día se fugó de casa para trabajar como saltimbanqui y conocer mundo. Al mismo tiempo, creo que percibimos también a veces la melancolía que pueden llegar a sentir las personas que a menudo trabajan lejos de su hogar, sobre todo en las fiestas navideñas, tan hermosas, tan evocadoras, tan intensas.