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Decíamos la pasada semana que Franco estuvo progresivamente dispuesto a pactar con potencias que habían sido antagonistas declaradas del régimen cuando éste nació con el apoyo militar de la Italia fascista y la Alemania nazi, que no sobrevivieron al postrer conflicto mundial. Franco, en cambio, situando a España como no contendiente, con su discreto juego a dos bandas y su feroz anticomunismo, no solo perduró, sino que murió anciano y con las botas puestas treinta años después. Pero cualquier dictadura, por más que se revista de instrumentos legales -la pseudo constitución franquista, integrada por los Fueros y la Ley Orgánica del Estado- arrastra siempre una mácula original, la de la carencia de legitimidad democrática, aunque conviene no confundir esa indudable tacha con una falta de sustento popular. El franquismo -en sus sucesivas versiones- perduró cuatro décadas porque contó con un notable apoyo de la población -sin menospreciar la dimensión del exilio y la creciente contestación interior-, especialmente el de una emergente clase media que progresó desde los años 60 a un ritmo desconocido en nuestro país. Y ese factor social fue determinante para la llegada y el asentamiento de la democracia. Probablemente, Franco ni deseó ni previó esta acelerada evolución hacia un modelo democrático al estilo europeo, aunque fuera consciente de que su sucesor, Juan Carlos de Borbón iba a propiciar cambios. Y, de hecho, ese tránsito incruento fue posible porque las propias Cortes franquistas aprobaron el proyecto de reforma democrática que les presentó Adolfo Suárez, arquitecto de la Transición, quien había relevado a un superado Carlos Arias Navarro en julio de 1976. La Ley para la Reforma Política se votó el 18 de noviembre -solo un año después de la muerte del dictador- y obtuvo nada menos que 425 votos a favor (más del 80 %), por solo 59 en contra (apenas un 11 %) de los integrantes del llamado ‘búnker’. Este es el hito que supuso el tránsito pacífico de la legalidad franquista a la plenamente democrática que surgió de las elecciones constituyentes de junio de 1977 y de la posterior aprobación de la Constitución de 1978.

Es por tanto, la confluencia pacífica del tardofranquismo reformista de marchamo centrista -nombres como Torcuato Fernández Miranda, Fernando Suárez, Manuel Fraga, Alfonso Osorio, Landelino Lavilla y otros, además del propio Suárez- con la llamada oposición democrática -fundamentalmente, el Partido Comunista de Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, que contaba con una sólida estructura interior y, en menor medida, el PSOE de Felipe González, aún en fase de reestructuración y con parte de su cúpula en Francia- la que da a luz al verdadero milagro de la Transición, cuestionado hoy por algunos líderes de la izquierda que denotan una profunda ignorancia de la historia de nuestro país.

La muerte de Franco fue, pues, un punto de inflexión imprescindible, pero la efeméride a celebrar no puede ser el óbito del dictador -celebrar una muerte es algo intrínsecamente miserable-, sino el reencuentro pacífico de los españoles, el llamado entonces ‘consenso’ político de 1976, al que no fueron ajenos muchos protagonistas que habían sido encarnizados contendientes durante nuestra desgraciada Guerra Civil.