Elefante

Hace apenas ochenta años la relación de las personas con los animales se reducía a comérselos o utilizarlos: productor de materias para ropa, herramientas y calzado, pastor, guardián, rescatador, rastreador, fuerza motora, medio de transporte, señuelo o fuente de alimentos que no requieren matar al bicho. En el momento en que ese animal dejaba de ser útil se sacrificaba y se entrenaba al siguiente. Los humanos eran perfectamente conscientes del peligro que entrañan los animales porque desde la cuna escuchaban historias aterradoras sobre ellos. Y esto ha sido así durante milenios, hasta que Walt Disney descubrió el filón económico de convertir a los bichitos en seres adorables a los que les atribuía en bonitos dibujos animados todas las características del ser humano: empatía, ternura, amor, compasión, solidaridad, sentido del humor, conciencia, culpa… lo lógico sería pensar que los niños que se tragaban esas historias llegaran a creer en ellas hasta que alcanzaban la edad adulta, tal como ocurre cuando hablamos de hadas, dragones o duendes. Pero no, en esta sociedad infantilizada y poco inteligente y reflexiva, incluso los adultos creen que su perro piensa y actúa movido por los mismos mecanismos mentales que ellos. Incluso el pez en su pecera. Por eso proliferan ofertas absurdas destinadas a los turistas ignorantes que invitan a nadar entre tiburones, cuidar elefantes, interactuar con monos o darse un baño entre cerdos. Estupideces a las que, encima, bautizan como «turismo sostenible», ¡el colmo! Lo que le ha pasado a esa chica española que ha muerto ensartada por el colmillo de un elefante es una excepción, por fortuna, pero completamente lógica cuando se trata de animales salvajes.