Mi tía tiene 80 años y la vida no le ha dado tregua. Cuidó durante años a su madre y después a su tía soltera, ambas consumidas tras un largo camino degenerativo que las hizo absolutamente dependientes. Y ahora a su marido, que tiene 90 y pico y se ha quedado ciego. Y, entre medias, ha ayudado a sus tres hijas en el cuidado de sus nietos. Nunca, aunque esté exhausta, le falta una caricia y una sonrisa para los demás. Y ese apoyo vital para dar dignidad a enfermos y acompañar en el tránsito de la muerte es el símbolo de la mayor generosidad y lo que hace a los humanos, personas.
Ella forma parte de esa legión invisible de cuidadores descuidados de sí mismos, que trabajan sin descanso ni remuneración, a veces compaginando con profesión y otras cargas familiares, y con escasas ayudas económicas, si es que les llegan. Según las últimas cifras publicadas por el Imserso, poco más de 2 millones de personas han solicitado prestaciones en España, sólo el 34 % de la población potencialmente dependiente. De las resoluciones, únicamente 510.500 se destinan a ayuda a domicilio y 627.500 para cuidados familiares. En Baleares hay 122.500 personas potencialmente dependientes, y sólo han solicitado ayudas 46.200.
Las residencias públicas no tienen plazas suficientes y las privadas ofertan a precios indecentes, sabiendo, además, que para el paciente el entorno de un hogar es siempre preferible. Y ahí es cuando el familiar asume una tarea extenuante e ilimitada. Cuando nada puede compensar la desatención y el tiempo sustraído, porque es irrecuperable. No hay libertad ni independencia y cualquier atisbo llama al remordimiento.
Yo le decía, «tía, cuando ellos no estén, tú ya no tendrás energía ni salud para viajar, vivir, pensar en ti». Su respuesta aludía siempre a un futuro añorado, pero sin reflejar resignación presente sino la tranquilidad del deber cumplido. Y así ha llegado a la senectud, convirtiendo en antídoto contra la desesperación la sensación de ese ejercicio de la obligación como expresión máxima de amor. Ignorando el sufrimiento propio al sentir y apaciguar el ajeno.
Esos ángeles, en su mayoría mujeres, sostienen desde hace décadas o siglos el concepto de humanidad en su doble vertiente: la demográfica y la caritativa, ahora más políticamente correcto llamarla solidaria. Esas personas encarnan el concepto de bondad, que no debe acomplejarnos aproximar al de compasión. También la comprensión resulta indispensable, y la empatía, porque todos podemos enfermar y todos vamos a morir.
Nuestra cultura ha transformado en tabú la muerte, pero se evidencia una preocupación creciente para tratar este tema, especialmente en su vertiente de dignificación. Nadie quiere ser una carga ni sentir incapacitación, de ahí que la demanda social y, sobre todo de los propios afectados, haya derivado en una ley de eutanasia. En la libertad de elección, el cuidado al final del camino existencial será lo que nos aleje de una sociedad cada vez más individualista, hedonista y egoísta.
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