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El tiempo es invisible y lo único que permanece son los recuerdos. El primer ciclo es el de la niñez. Ese que nos devuelve el aroma a ColaCao matinal y al trayecto hacia el colegio. Ese mismo periodo que nos sitúa en una plaza con un balón de piel desgastado y a los veranos infinitos dentro de un mar más limpio, más salado, con menos motores y anclas y repleto de velomares y flotadores. Y de pronto esos días donde se descubrían tantas cosas que no cabían en la mochila avanzan hacia un territorio inhóspito. Ya no hay juegos, ni veranos perfectos y cada década que pasa se llena de nostalgia por el familiar que no está, por el amigo que se fue y por la enorme rapidez con la que el tiempo transcurre sin capacidad de ralentizarlo para que todo empiece a ir un poco más despacio. Y piensas que es injusto que la niñez dure un suspiro y que la juventud apenas sea un tren que se detiene lo justo en la estación de la vida. Y pasan las Navidades y aparece otra primavera con sus olores de primavera y otro verano donde suspiras por dormir una noche del tirón y otro otoño que ni fu ni fa y un nuevo invierno al que parece que le falta ese efecto de película de Garci cuando nos enseñaba cómo era Madrid en la película El Crack. Y miras portadas antiguas de periódicos teñidos de amarillo, con olor a papel viejo, a tinta desgastada, a noticias que ya no importan. Y de pronto te encuentras observando la fachada del que fue tu colegio y te preguntas cómo es posible que se haya escapado el tiempo. Cómo es posible no haber sido capaz de retenerlo. Y decides que casi es mejor no tratar de volver al lugar donde has sido feliz, como dice Sabina. Y el tiempo pasa y el calendario te desafía y sigues convenciéndote de que, tal vez, solo tal vez, lo mejor está por venir aunque seguramente ya ha pasado. Y ha pasado volando.