En una de las calles comerciales de Palma se reproducen las mismas tiendas que hay en otros centenares de ciudades de España, por no decir del resto del mundo. El producto que venden, además, viene en grandes contenedores a bordo de gigantescos cargueros que atraviesan el Canal de Suez.
Mientras miraba la fachada de esa tienda, pensaba en precisamente eso, una carcasa que habría que ver qué protege en su interior. Es posible que nada. Hay tramos de la ciudad en los que las viviendas están prácticamente vacías. El silencio cuando los comercios cierran, las persianas cerradas, las ventanas a oscuras, revelan que en esos edificios ya no vive nadie. Por cierto, que haciendo un recuento entre los de mi generación, fuimos multitud los que hace años pudimos alquilar un piso, maltrecho, en el centro. Ahora es un lujo impensable.
En esta carcasa vacía relucen los edificios reformados, los pisos coquetos, las terrazas preparadas con tumbonas para que sus moradores las ocupen en primavera, cuando llegan las aves del norte para anidar en la Isla. Los metros cuadrados deshabitados se multiplican a medida que se embellecen los entornos. Y sí, nos ha quedado bonito el centro. Digno de postal. ¿Quién hace allí su vida? Alguien que tiene dos, tres, cuatro viviendas. En otros rincones de Palma, por desgracia, se hacinan las familias en las que se alquilan habitaciones, hasta salones, a 600 euros. Padre, madre y tres niños en un cuartucho. Me cuentan que una chica de trece años va al instituto sin hacer los deberes. No tiene dónde hacerlos, ni un minuto de silencio en su casa. Pero qué bonita y silenciosa nos ha quedado la carcasa...
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