Javier Jiménez
Javier Jiménez

Subdirector de Ultima Hora

La Casa Negra

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El 7 de diciembre de 1941 el ataque sorpresa -o no tan inesperado, según algunas teorías- de los japoneses a la base de Pearl Harbour metió a los norteamericanos de lleno en la Segunda Guerra Mundial. Pero no solo se enemistaron de golpe con los nipones, sino también con la Alemania nazi de Adolf Hitler, que inspiraba un miedo atávico en Washington. Los yankis son muy dados a teorías conspiranoicas y una de sus primeras obsesiones, en aquellos oscuros días, fue que el Führer atacaría la Casa Blanca y fulminaría de golpe al presidente Franklin Delano Roosevelt, que prácticamente vivía allí.

Y fue entonces cuando los cerebros del Gobierno cayeron en un detalle alarmante: el edificio era de un blanco lechoso, casi como un vestido de novia, lo que le convertía en una objetivo fácil para las bombas germanas. Sobre todo por las noches. Y fue entonces cuando un genio de la Administración tuvo una ocurrencia que hoy firmaría el mismísimo Donald Trump: «¿Y si pintamos de negro la Casa Blanca?», propuso, con gesto triunfante. Las mentes privilegiadas le dieron vueltas al asunto y le encontraron algunos problemillas.

El primero, y más evidente, es que ya no se llamaría la Casa Blanca. Sino la Casa Negra. Que no es lo mismo. Por contra, solo hacían falta 2.000 litros de pintura oscura, con lo cual la operación camuflaje era rápida y barata. Al final, Roosevelt, que era bastante más listo que Trump, desechó la idea, por descabellada. Que suficientes problemas tenía él con luchar contra el Eje y encima engañar a su abnegada esposa Eleanor con su amante oficial, Lucy Mercer Rutherfurd.