José Manuel y su familia habían llegado a Palma hace aproximadamente cinco años procedentes de Reinosa (Cantabria). Allí, donde él había trabajado desde siempre como camarero, las cosas no pintaban bien en el sector servicios desde la desindustrialización de comienzos de los 90. «Conocíamos Mallorca desde nuestro viaje de novios -explicaba ayer Amalia-, y nos pareció un buen sitio para emprender una nueva vida. Aquí, él y nosotras estuvimos felices, y ahora, a pesar de la desgracia, del temporal que se lo llevó, nos quedaremos porque ese era un deseo compartido y ahora es un homenaje a quien nos falta».
Una vez en la capital mallorquina, José Manuel trabajó primero en Mercapalma y luego encontró acomodo en una empresa que necesitaba personal para la vigilancia y supervisión de obras. «Sus compañeros le apreciaban -recuerda Amalia-, porque era ante todo un buen hombre; en apariencia una persona seria, como suele ser la gente norteña, pero a la hora de la verdad entrañable y divertido, y desde luego leal».
La tarde de la tempestad, y ante la inminente amenaza del tornado, se refugió en una caseta. Inútil estrategia contra aquel viento. La carcasa metálica voló casi cincuenta metros, y los sanitarios rescataron a José Manuel con lesiones internas y externas de extrema gravedad. Tanto, que hubieron de asegurarse reiteradamente durante el traslado al hospital de que seguía con vida.
Sheila, de 18 años, ya trabajaba para contribuir a la modesta economía familiar. Nerea, una escolar de 14 años, aún está muy lejos de asimilar la tragedia. Para ambas, la cómoda repleta de fotos familiares en las que está presente la expresiva mirada de José Manuel, se ha convertido en imán para sus miradas, en la única alternativa al estupor que no las abandona.
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