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Hace sólo unos meses, Ana decidió jugársela. Había llegado en 2003 desde Singeorz Bai (Rumanía) y en Mallorca las cosas le habían ido bien. Inusualmente bien para una inmigrante. Arropada por sus hermanos, trabajó como camarera y demostró que era tan joven como seria. Tan profesional como atractiva. Ahorró más de 20.000 euros -una fortuna en su país- y este año se lanzó a por su sueño: abrir su propio bar en Palma, en la calle Socorro. Con sólo 25 años estaba triunfando en una Mallorca que parecía la tierra de las oportunidades.

Paralelamente, otro mundo oscuro se cernía sobre ella. Alejandro, un tenebroso preso de metro y medio de estatura, frecuentaba el barrio chino de Palma en cuanto tenía un permiso carcelario. No se conocían, pero estaban cada vez más cerca. Sin saberlo. El lunes Alejandro no regresó al centro de Reinserción. Llevaba 9 años en prisión y estaba sediento: de drogas, de mujeres. De alcohol. Era una bestia suelta. Era el caluroso 19 de julio, y Ana, puntual como siempre, llegó a las siete y media de la mañana a su parking de Jeroni Pou. Alejandro llevaba ya muchas cervezas y el rostro angelical de la joven rumana se le grabó en la cabeza. En su cerebro demoníaco. Llevaba toda la vida en el lado oscuro y estaba por encima del Bien y del Mal. Nadie podía impedirle hacer daño otra vez. La atacó en el parking y luego cruzó dos veces la Isla con ella atada en el Audi, en una agonía atroz. Después posiblemente alargó su sufrimiento en su casa de Muro y la quemó dentro del coche. La bella se había encontrado con la bestia, aunque la bella podría haber sido cualquiera.

Alejandro había salido de cacería y Ana se había convertido en una presa fácil. Bestialmente fácil para él.