Pese a estos incidentes, la jornada transcurrió en una especie de indignación festiva: señoras con pamela sentadas en la plaza mirando a los juzgados, madres que hacían pasar a sus hijos a primera fila para que vieran al asesino y gente que paseaba al perro o que veía el dispositivo desde la terraza de un bar.
De Abarca llegó al juzgado a las diez menos cuarto de la mañana. Tras un instante de dudas salió del vehículo casi abrazado a un guardia civil, con la cara tapada por la camiseta, unas zapatillas de andar por casa verde pistacho y esposado. Entre el público, algunos mostraban la sorpresa por su tamaño y porque está fornido. En las ventanas de los juzgados de Inca, a cuyo interior no se permite el acceso de ningún periodista, una decena de funcionarios curioseaba por la ventana la llegada del detenido mientras apuraban un café.
Tras él agentes de la Policía Judicial de la Guardia Civil visiblemente satisfechos: «Le traemos convicto y confeso», contaba un mando. Además de Abarca, otro que no sonreía era el abogado de oficio al que le ha caído el marrón de defenderle. Sí iba contento el fiscal jefe, Bartomeu Barceló que, de forma extraordinaria se encargó del trámite de toma de declaración por parte del Ministerio Público.
El mayor despliegue de seguridad en el traslado de un preso en Inca, con una veintena de guardias civiles en la puerta, la calle cortada por la Policía Local y controles en los accesos a la localidad, atrajo al final a más gente que el concierto que una cadena musical celebraba justo al lado. Mientras Abarca salía, medio centenar de personas se movían ante el escenario. Al otro lado, el criminal acaparaba la atención. Cerca de las nueve de la noche, Abarca salió para la cárcel. Estrella siniestra por un día.
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