Pau Rigo, este lunes, durante la entrevista en el despacho de su abogado Eduardo Valdivia. | Jaume Morey

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La vida de Pau Rigo se detuvo el 6 de diciembre de 2017, como un rodillo de una máquina tragaperras, cuando dos hombres encapuchados entraron en su casa de Porreres, le robaron 30.000 euros y le dejaron con las manos atadas con bridas a una silla y las piernas con cinta americana. «Somos la banda del diablo y la policía no puede con nosotros», le dijeron.

El robo lo había orquestado José Antonio Sánchez, conocido como ‘Pep Merda’, un comercial que intuía que Pau Rigo guardaría dinero en su domicilio. El octogenario, que había trabajado en la Banca March durante cuarenta años, también era propietario de una empresa de máquinas tragaperras. Guardaba el dinero de la recaudación en un despacho de la vivienda que levantó él mismo y que después del segundo robo «malvendió», como relató en el juicio con jurado.

Las máquinas tragaperras, según explica Pau Rigo, eran un hobby. «Una persona que ha trabajado toda la vida, cuando terminaba la jornada, tenía mucho tiempo para no hacer nada y empecé con esto como un hobby». El 31 de enero de 2018 firmó la venta de la empresa. «Precisamente para que no volvieran, para que se enteraran que no había dinero. Y resulta que fue al revés. Vinieron a buscar el dinero de la venta».

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Otra de las aficiones del octogenario, desde que era un niño, es la caza. «En los años 40 o 50, vaya, ¿quién no era cazador con una escopeta de perdigones o de balines? No había otra cosa». Aunque, matiza, no disparaba a los tordos.

–¿A qué disparaba?

Conejos, perdices y liebres, prácticamente nada más.

El hombre, de 84 años, se afincó en el Port de Pollença después de vender la casa en la que sufrió los dos asaltos que trastocaron su vida para siempre. Desde el 21 de noviembre, después de que el jurado lo declarara no culpable, su vida vuelve a avanzar... siete años más tarde.