Carmen Montoro | Pere Bota

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Su pelo es una espesa mata de luto. Y es expresiva a más no poder. Juega con las manos como si fueran serpientes domadas. Carmen Montero Gabarra (Barcelona, 1960), conocida artísticamente como Carmeta, es gitana y bailaora. Debutó con seis años en el Teatro Cervantes de Sevilla y, de entonces acá, ha actuado por medio mundo.
Está casada con Diego Amaya, un guitarrista de prestigio. Le comento que, entre los de su gremio, las parejas artísticas acaban siéndolo sentimentales. Me responde:
Carmen Montero.- Es lógico. Nuestro trabajo es muy absorbente y ello hace que nos relacionemos con personas afines. Aunque mi amor por Diego no nació de la rutina profesional. Al conocernos, él ya era un artista famoso.
Llorenç Capellà.- ¿Y usted...?
C.M.- También tenía mi público. Pero él me saca diez años. Además, es hijo de gitanos de altos vuelos. Del cantaor Rafael Farina y de la bailaora María Maya, La Pillina. Diego tenía el futuro marcado. Y salió a los de su raza. Es tan buen artista como persona.
L.C.- ¿Se rasguea la guitarra tal como se es?
C.M.- Por supuesto. En el flamenco no se miente porque es puro sentimiento. Afloran las penas, las alegrías, la felicidad, el desconcierto... Sobre todo en la seguidilla, la soleá y el taranto. Es un arte racial.
L.C.- Usted nació en Gràcia...
C.M.- En el carrer Botella, sí señor.
L.C.- Eso está en el Raval.
C.M.- Pues yo soy de Gràcia. Hija de madre gitana y padre payo. Ambos gente de bien. Él era oficial de Marina y, ella, comadrona. Y mi marido, que es gitano de la cabeza a los pies, estudió peritaje industrial. Se lo digo porque me rebelo contra el tópico del gitano socialmente inadaptado.
L.C.- ¿Hay racismo en quienes lo afirman?
C.M.- Probablemente. Aunque en España, racismo hay poco. Y en Catalunya, nada de nada. Los gitanos allí tienen negocios y gozan de las mismas oportunidades que cualquier payo... Soy sobrina de Peret. ¡Y hay que ver cómo le quieren los catalanes!
L.C.- ¿Sabe que se ha liado en política...?
C.M.- Pero es un buen hombre.
L.C.- Seguro.
C.M.- ¿Y en qué lío anda metido ahora...?
L.C.- Él y un actor, Sergi Mateu, apoyan públicamente el Partit dels Mataronins.
C.M.- Bueno. Tampoco pasa nada... Peret es todo bondad. Y educadísimo. Aunque desconfío de los políticos. Le soy franca.
L.C.- Usted debutó con seis años en el Teatro Cervantes.
C.M.- Fue en un concurso. Me dejé llevar por el ritmo y lo gané. Desde entonces he improvisado. Oigo la música y me muevo a mi aire.
L.C.- ¿Y cómo trasmite este sentimiento a sus alumnas? Porque, usted, dirige una academia de baile.
C.M.- No sabría decírselo. Pero lo consigo. Y todas acabamos la clase chorreando. Quien va a un gimnasio para adelgazar, mejor que se dé un atracón de baile. Perderá peso igualmente y se divertirá.
L.C.- Hablábamos de su debut. ¿Qué le dijo su padre, un payo...?
C.M.- No lo recuerdo. Debió de sentirse orgulloso, aunque no tuvo tiempo para pregonarlo ya que murió a los pocos meses. ¡Y me quedó un vacío...! Además, su muerte nos acarreó un cambio de ciudad. Teniendo yo dos años nos habíamos mudado a Sevilla. Y luego, tras su muerte, nos fuimos a Madrid. Mamá alquiló un piso en el Barrio de Salamanca.
L.C.- Ya. Su primera actuación profesional fue en Las Cuevas de Nemesio, en La Latina.
C.M.- Con doce años. Y sin haber recibido clase alguna de baile. Pero me sobraba el desparpajo. Y, sobre todo, tenía una metralleta en cada pierna. En el escenario bailo a mi son, no imito a nadie.
L.C.- Entonces será tan heterodoxa como Carmen Amaya, Lola Flores o la Chunga.
C.M.- ¿Iban a su aire...?
L.C.- Completamente. Amaya bailó con pantalón. Y la Chunga, descalza.
C.M.- ¿Y Lola...?
L.C.- Lola Flores fue Lola Flores.
C.M.- A mi me adoraba. Y Antonio González, su marido, está emparentado conmigo, porque una prima mía está casada con un hijo de su hermano.
L.C.- Vale.
C.M.- Lola tenía una personalidad arrolladora. ¡Y era tan buena persona...! Siempre ayudando a los demás, siempre animándolos.
L.C.- ¿Conoció a Manolo Caracol?
C.M.- Un cantaor excepcional. ¡Y cómo regañaban él y Lola...! Yo tendría unos diez años cuando vi a Caracol por primera vez. Y me dio miedo, tan serio... También conocí a Gitanillo de Triana, el torero. Yo iba en su coche cuando se mató en accidente, junto a su yerno, el también torero Héctor Àlvarez.
L.C.- ¿Y usted salió ilesa?

C.M.- Faltaría más ¡si acababa de apearme...! Íbamos a una fiesta flamenca en la finca de Luis Miguel Dominguín, en Somosaguas.
L.C.- ¿Usted, de fiesta...?
C.M.- Para bailar. ¡Si tenía nueve años...! Pasó que viajaba en el coche de los toreros y me puse a llorar porque quería ir en la furgoneta de la compañía. Entonces Gitanillo frenó al borde de la carretera y yo me subí con los demás artistas. A unos pocos kilómetros sobrevino el accidente.
L.C.- Seguro que usted no tuvo adolescencia.

“Las mujeres de nuestra raza no pierden de vista a sus hijas. Me casé virgen”

C.M.- Y si la tuve fue junto a mi madre. Las mujeres de nuestra raza no pierden de vista a sus hijas. Me casé virgen.
L.C.- ¿Y este compromiso de la mujer gitana no va en contra de su dignidad?
C.M.- No, qué va. Además, las cosas son así desde siempre. Ningún mozo gitano pediría en matrimonio a una chica que ya hubiera estado con otro.
L.C.- ¿Y por qué esta chica equis se tiene que casar con un gitano...?
C.M.- Bueno, si un payo la hace su esposa, bien hecho está. No hay nada que objetar. Además, ahora, los matrimonios gitanos ya se separan. Y no pasa nada. Sobre todo en Barcelona. Entiéndame. Yo soy gitana en la capacidad de amar. En poco más.
L.C.- ¿Cuáles son sus miedos?
C.M.- ¡Si perdiera a mi marido...! He ahí mi miedo.
L.C.- ¿Está enfermo?
C.M.- Sanísimo. Si Dios me lo conserva lozano y guapo como el que más. Pero mi vida, sin él, no tendría aliciente. Lo que le rezo yo a mi Cristo...
L.C.- ¿Qué Cristo...?
C.M.- Cualquiera que esté en la Cruz. Y a Sor Francinaina Cirer. Hay algo en la expresión de Sor Francinaina que me penetra muy hondo. Y no me equivoco. Me basta una mirada para saber de qué pie cojea la gente.
L.C.- ¿De qué pie cojeaba Diego cuando lo conoció?
C.M.- De ninguno. Se me presentó en Torres Bermejas, en la Gran Vía, y ya salimos novios. Aunque llevábamos el noviazgo a escondidas de mi madre. Hasta que un día que estábamos trabajando juntos, en Barcelona, nos fugamos. Yo con algunos vestidos en una bolsa. Él, con sus dos guitarras.
L.C.- ¿Y su madre?
C.M.- ¡No quiera saberlo...! Denunció a Diego por rapto, porque yo era menor. Estuvimos escondidos en una fonda de Blanes y tiramos una moneda al aire para ver si nos íbamos para Mallorca o para Valencia. Y salió Mallorca.
L.C.- Carmeta, usted se saltó a la torera lo del matrimonio gitano.
C.M.- No es cierto, porque hice a Diego mi marido y jamás me ha faltado. Lo de las bendiciones es lo de menos. Nos casamos canónicamente cuando nuestro hijo cumplió los quince años.
L.C.- ¿Le aburre dar clases?
C.M.- En absoluto. Son parte de mi vida. Y actúo con mis alumnos con la misma intensidad como lo haría si estuviera en el mejor escenario del mundo. O en el Japón. ¡Hay que ver cómo les gusta el flamenco a los japoneses...!
L.C.- ¿Qué me dice de su día a día?
C.M.- Lo tengo cronometrado. Doy clases, preparo los espectáculos... Además hago la comida, porque entre pucheros me manejo que da gloria verme. Y plancho las camisas de mi marido. ¿Planchar camisas y hacer la raya en el pantalón...? No lo sabe hacer cualquiera. Se lo digo yo.
L.C.- ¿A qué hora se acuesta?
C.M.- Muy tarde. Acabo las clases a las once. Me ducho, ceno, miro los informativos...
L.C.- ¿Qué pasa en Libia?
C.M.- Por el follón que hay armado las cosas no pueden ir peor. Y yo me siento mal, al verlo, porque hay algo maligno que me aprieta aquí, en el estómago. Afortunadamente tengo el piano para relajarme. Pongo el silenciador y practico hasta las cuatro o las cinco de la madrugada.
L.C.- ¿Y su marido?
C.M.- Duerme. Su reposo es mi paz.
L.C.- Dígame ¿vale la pena rezar?
C.M.- ¡Yo no rezo...! Ahora bien, si surge algún problemilla me pongo de rodillas y rezo para todo el año.
L.C.-...
C.M.- Mi relación con Dios es de muy adentro. Del corazón diría yo. He pasado dos Navidades en el portal de Belén. Y si entro en una Iglesia es inevitable: la emoción me puede y me pongo a llorar.

Los artistas flamencos no llevan en el billetero tarjetas de presentación, sino partidas de nacimiento para hacer valer sus orígenes o un certificado de genealogía que da fe de sus ancestros. Carmeta es biznieta de Ramón Montoya, el tocaor más grande de la primera mitad del siglo pasado. Montoya acompañó con la guitarra a don Antonio Chacón, a La Macarrona, a La Niña de los Peines. Y es nuera, Carmeta (que algo se pega también del parentesco político), de La Pillina y de Rafael Farina. Ella, María Maya de nombre, fue una bailaora de fuste, granadina, familia de Las Gazpachas: hija de Paca y sobrina de María. Y él, Rafael Salazar, se convirtió en un artista enormemente popular en la España más triste, la de los años cuarenta y cincuenta. Fue el cantaor de Vino Amargo, un cante para las madrugadas, con regusto a tango. Lo recordarán los sesentones: "Vino amargo es el que bebo/ por culpa de una mujer..." Hijo de La Pillina y de Farina, es Diego Amaya, marido de Carmeta. Y además, por las venas de Diego, circulan todas las sangres del arte gitano. Está emparentado con Carmen Amaya, es sobrino de El Pillín y descendiente de un personaje mítico en Granada, Antonio El Cujón, guitarrista y cantaor del siglo XIX. Es evidente que Carmeta estaba predestinada, por cuna y por matrimonio, a ser lo que es. Que es lo que ya quería ser sobre el escenario del Teatro Cervantes cuando bailaba sin atenerse a normas, fiel a su intuición.