Diego Amaya | Teresa Ayuga

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Pone cara de buena persona, aunque disimula la mirada tras infinidad de velos de colores. Diego Amaya (Granada, 1950) es guitarrista especializado en flamenco. Hijo del cantaor Rafael Farina (Martinamor, 1923-Madrid, 1995) y de la bailaora La Pillina (Granada, 1925-2010), se decidió profesionalmente por el camino de en medio: rehusó el cante y el baile, y a los cinco años ya sostenía una guitarra entre las manos.

Le comento que artísticamente usa el apellido materno. Me responde:
Diego Amaya.- Porque quise marcar diferencias con mi padre. ¡Era demasiado famoso...! Aunque él no se apellidaba Farina, sino Salazar.
Llorenç Capellà.- ¿Y lo de Farina...?
D.A.- Procede de una película americana de los años veinte. Se titulaba Our Gang, y uno de los protagonistas era un negrito, Allen Hoskins, al que llamaban Farina. Y puesto que mi padre era más bien morenito y a los seis años ya cantaba por los cafés...
L.C.- ¿Se llega a la guitarra por puro sentimiento?
D.A.- Básicamente, sí. Pero también por técnica. La guitarra te hace sonreír y te acompaña en el llanto. No es un instrumento musical cualquiera. Dialogamos, la guitarra y yo.
L.C.- Se ha referido a la técnica...
D.A.- Es preciso que el guitarrista ensaye entre tres y cuatro horas diarias. Pero uno no se fatiga, porque el rasgueo es diálogo, caricia... La seguidilla, la soleá, el taranto o lo que sea, surgen casi espontáneamente.
L.C.- Vale. ¿Por qué escasean, en el flamenco, las mujeres guitarristas?
D.A.- No había caído en la cuenta. Pero es cierto y no sé razonarlo. Algo tendrá que ver el hecho de que la guitarra ha sido, históricamente, un instrumento de conquista amorosa, de requiebro... Y antes, quien tomaba la iniciativa en el amor era el hombre.
L.C.- En cualquier caso, usted empezó a rasguear las cuerdas siendo un niño.
D.A.- Ya lo creo. Aunque no podía ser de otra manera. Para dormirme, de bebé, la abuela materna, La Gazpacha, me cantaba por bulerías. Y casi sin darme cuenta aprendí todos los palos del flamenco. Con seis añitos ya actué en el Teatro Madrid, en la Plaza del Carmen...
L.C.- Sería por casualidad.
D.A.- Totalmente. Estaba jugando entre bambalinas, porque mis padres me llevaban con ellos cuando actuaban, y Juanito Valderrama, que estaba en el escenario, le dijo al público que iba a presentarles al guitarrista más joven de España. Así que asomó la cabeza por entre las cortinas y me dijo Dieguillo ven aquí.
L.C.- ¿Y usted...?
D.A.- Le obedecí sin rechistar. Juanito me ayudó a aguantar la guitarra y aún no sé cómo me las arreglé para arrancarme por soleás. ¿Me creerá si le digo que sentí una vergüenza infinita...?
L.C.- Sí.
D.A.- Pero también un profundo orgullo, porque la guitarra y el teatro eran lo mío. Sin embargo, mi padre no pensaba igual y cuando estuve en edad escolar me internó en las Escuelas del Ave María, que estaban en Granada, en la Cuesta del Chapiz. Allí hice el bachillerato. Y ya en Madrid, cuando nos trasladamos a Madrid, estudié contabilidad, cálculo...
L.C.- Francamente, no lo veo de contable.
D.A.- Tampoco creía que fuera lo mío. Así que a poco que crecí, le anuncié a mi padre que iba a ser guitarrista. A escondidas suyas ya había acompañado a La Paquera de Jerez en Torres Bermejas, que es el tablao más famoso del mundo...
L.C.- ¿Y él...?
D.A.- Aceptó. Pero me advirtió que no por ser su hijo iba a ponérmelo fácil. Mi padre era un hombre de carácter tan rudo que acojonaba, incluso, a su público. Le recuerdo actuando en una plaza de toros con un lleno hasta la bandera y todo el mundo hablando en voz alta y riendo a carcajadas. Pues bien, pisó el escenario, dio las buenas noches con su voz profunda y, de golpe, se hizo un silencio de cementerio.
L.C.- Hay un monumento en su honor en pleno Barrio Chino de Salamanca.
D.A.- Es algo único. Pero es lógico. Él nació allí, en el Barrio Chino. Concretamente en el número catorce de la calle Esquina. Así que sin hacer la alzada de una peonza ya estaba por los cafés cantando por una perra gorda.
L.C.- ¿Creció en la miseria?
D.A.- Sí, sí... Era pobre total. Vio tanta, tanta miseria en su casa, que el carácter se le endureció. Se ha hablado en torno a las relaciones cordiales que mantenía con el señorío... Mire: el respetaba a los señoritos, pero se hacía respetar por ellos. Su obligación era cantar y llevar un dinerillo a casa. Y aquí se acababa el compadreo.
L.C.- Su madre fue gitana del Sacromonte.
D.A.- Y una de las mujeres más guapas que alumbró Granada. Además, bailaba de maravilla. En realidad, cuando mis padres se conocieron, ella era la figura y él no pasaba de ser el cantaor que la acompañaba. Fue ella, mi madre, quien lo encumbró, quien lo presentó a poetas y músicos... ¡Si era hija de Paca La Gazpacha y nieta del Cujón...!
L.C.-...
D.A.- El Cujón y las Gazpachas, mi madre y su hermana María, que fue otra grande del cante, compadreaban con García Lorca cuando paraba en Granada.
L.C.- Lorca fue fusilado por los fascistas.
D.A.- Algo de eso se rumoreaba por el Sacromonte y por el Zaidín. Pero de puertas afuera los gitanos callaban, porque en aquellos tiempos no se podía hablar de política. Además, nosotros no entendemos de ideologías.
L.C.- ¿Se ha sentido, alguna vez, despreciado por ser gitano?

“En el colegio, los demás niños se negaban a jugar conmigo. Y yo, claro, como que estaba interno y no podía jugar con nadie, estudiaba”

D.A.- Más de las que quisiera. De niño, sobre todo. Cuando tienes perrillas ya es otra cosa. Pero, de niño... En el colegio, los demás niños se negaban a jugar conmigo. Y yo, claro, como que estaba interno y no podía jugar con nadie, estudiaba. Así que acabé el curso siendo el primero de la clase.
L.C.- Enhorabuena.
D.A.- Se acepta. Aunque el Padre Lorenzo, el director, me quitó la alegría. Estábamos, los niños, haciendo estudio y llegó él y me dijo que hiciera el favor de salir un momento de la sala. Yo le obedecí, claro, pero la curiosidad me pudo y pegué la orejilla a la puerta.
L.C.- También me puede a mí. ¿Qué oyó?
D.A.- Les preguntaba, así, en general, si no les daba vergüenza que un gitano sacara mejores notas que ellos. Se lo aseguro: jamás nadie me ha vuelto a humillar tanto y tanto...
L.C.- ¿Cuántos años estuvo interno?
D.A.- Dos, porque luego ya nos instalamos en Madrid, en el número veintidós de la calle Cervantes. Fui hijo único y no me faltaron mimos. Mi madre tenía un corazón así de grande. Los desconocidos le escribían pidiéndole dinerito.
L.C.- ¿Y ella les atendía...?
D.A.- Le contaré una anécdota. En cierta ocasión, al llegar a casa, me entregó una carta para que se la leyera. La veo ante mí. Léela hijo, me dijo.Y yo se la leí: un impedido de piernas le pedía quince mil pesetas de los años sesenta para comprarse una silla de ruedas, ya que su situación económica no le permitía estos gastos. Mamá, le dije, creo que la gente abusa de tu bondad. Pero ella hurgó en un cajón y me dio el dinero para que se lo enviara a aquel pobre hombre. ¿Mamá, insistí, y si es mentira...? Entonces ella me miró con aquellos, sus ojos, tan profundos. Y me respondió: ¿Y si es verdad...?
L.C.- ¿Fue un obsequio de su madre, la primera guitarra...?
D.A.- Sí señor. Tendría unos catorce años... No tuve maestros, pero no me paraba de observar a los grandes guitarristas como Juan El Habichuela o Juan Maya El Morote. Por aquellos tiempos mi padre me dio la oportunidad de acompañarle en "Café de Chinitas", una película de Gonzalo Dengrás que protagonizaba junto a Antonio Molina y Eulalia del Pino. Fue por casualidad, porque su guitarrista, Cagancho, enfermó. Pero, en fin, me dio un aprobado.
L.C.- ¿Le daba miedo, su padre...?
D.A.- Digamos que me infundía respeto. Además, en los años cincuenta y sesenta, la figura del padre era algo casi sagrado, intocable... Él fue muy mujeriego y se dijo que tuvo varios hijos. Pero mi madre procuró ignorar su vida licenciosa, porque en casa siempre cumplió como un hombre de ley.
L.C.- Usted se casó con Carmeta, una bailaora.
D.A.- ¡La mejor! Al menos no conozco a otra con su temperamento. Cuando Carmeta baila el viento se mueve a su son. Y fíjese, la primera vez que la vi fue en fotografía, en la vitrina de un teatro de Tokio. Su foto estaba junto a la mía y yo pregunté: ¿quién es ésa...?Y me respondieron que se llamaba Carmeta y que era una bailaora que llevaba revuelto el todo Madrid.
L.C.- ¿La conoció...?
D.A.- En Madrid. ¿Dónde iba a ser...? Actuando ambos en Torres Bermejas. Y ya no nos separamos. ¡Nos quisimos tanto y tanto...!
L.C.- Tanto y tanto que huyeron de todo y de todos.
D.A.- Fue necesario, porque yo tenía familia y era padre de un niño y de una niña. Me había casado con diecisiete años, sin saber lo que era la vida... Carmeta y yo nos fugamos a Blanes. Ella con algunos vestidos. Yo, con mis dos guitarras... Cuando se nos acabaron los ahorros decidimos empezar de cero en Valencia o en Mallorca, porque en Madrid, en Barcelona o en cualquier ciudad andaluza la policía o nuestros padres nos iban a localizar enseguida.
L.C.-Y escogieron Mallorca.
D.A.- Echamos una moneda al aire y salió cara: ¡Mallorca! Así que compramos dos billetitos, dos bocadillos y desembarcamos en Palma. Tuvimos un hijo que ya ha crecido... Y aquí montamos nuestro cuartel general. La pasada primavera me esperaban en Tokio, pero la radioactividad de Fukushima me hizo desistir. Cada cosa tiene su tiempo, me dije. Y tiempo habrá para los concierto y las clases. Entre Tokio y Osaka, tengo doscientos alumnos. La madre de Diego Amaya fue una bailaora de una gran belleza que se anunció junto a Pastora Imperio. Àngel Zúñiga, el cronista de la noche barcelonesa de posguerra, autor de un libro que lleva, precisamente este título (Barcelona y la noche, Edit. Janés, 1949), destacaba de ella «genio y fiereza y una extraña y consciente voluptuosidad». La Pillina había debutado a los once años en la cueva de La
Coja, en el Sacromonte. Y a los diecisiete ya bailaba en los tablaos madrileños más conocidos. Formó parte de las compañías de Concha Piquer y de Carmen Amaya, y Alberto Puig Palau (el Tío Alberto, de la canción de Serrat) se la llevó a Londres para que participara en el rodaje de Pandora y el holandés errante (1951), la película que protagonizaron Ava Gardner y James Mason. La Pillina lo tuvo todo a favor para triunfar, pero fue apagándose a la sombra de su esposo, Rafael Farina, de quien acabaría separándose en los años ochenta. Farina, el padre de Diego Amaya, ha sido uno de los grandes del cante flamenco, autor de auténticos best-sellers como Vino amargo o Por Dios que me vuelvo loco. Entre una bailaora y un cantaor, Diego Amaya tiró por el camino del medio y se hizo guitarrista (amigo y compañero de artistas de la talla de Paco Cepero o Paco de Lucía) y ha ligado su vida sentimental y profesional a la de Carmeta. La huída a Mallorca de la pareja quizás no fue tan casual. Rafael Farina, al menos, no vendría a buscarles. Cuando se vio en la necesidad de embarcar, en Cádiz, para su primera gira americana, tuvo que hacerlo pasado de copas. El mar le horrorizaba.