El tradicional estofado mallorquín. | Andrés Valente

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En las décadas de los 60 y 70, Palma tenía un grupo de restaurantes que yo llamaba los Siete Magníficos, porque ahí se comía espléndidos platos de la cocina mallorquina. Los siete fueron, por orden alfabético, Café Balear, Can Eduardo, Can Nofre, Celler Pagès, Can Tomeu (Orient), El Tritón y El Túnel. Solo dos de ellos, Can Nofre y Celler Pagés, siguen donde siempre estaban, sin cambios estructurales y con las mismas familias originales al pie del fogón.

Los siete restaurantes tenían dos cosas en común: auténticas recetas de la cocina mallorquina y precios razonables. Cada uno tenía sus especialidades, platos que ellos hicieron mejor que nadie. En uno eran arroces (Can Tomeu), mero a la mallorquina (Can Eduardo), tarta de requesón (Can Nofre), lechona al horno (Café Balear), estofados (El Túnel) o sopes mallorquines (Celler Pagès). El Tritón era famosísimo por sus solomillos de jabalí, pero muchos años después descubrí que fueron solomillos de cerdo blanco en un adobo de cinco días que les daba la textura y el sabor de caza mayor. Asimismo, era un plato muy rico y yo siempre lo pedía cuando comía ahí.

El novelista Guillem Frontera, que en aquellos días empezaba a subir la escalera que le llevaría a la cima de la literatura catalana, captó la atracción de esos restaurantes cuando dijo que eran los sitios donde los mallorquines iban a comer platos auténticos de la cocina isleña. Bastantes años más tarde, en su novela La ruta de los canguros, (traducida del catalán por José Carlos Llop) el investigador privado va a comer en Can Nofre. «Era la hora de comer. Nada hay tan satisfactorio y gratificante como la rutina. Un taxi me llevó a Can Nofre…Elegí una comida regionalista a base de sopas mallorquinas y tumbet con sardinas».

El gató con helado de almendra.
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Hace cuatro días yo también fui a comer a Can Nofre porque tenía una nostalgia aguda y unas ganas enormes de algo muy mallorquín. Pedimos el menú del día a 18 euros (sin IVA pero con coca de verdura de pasta dulce, pan y aceitunas negras y verdes incluidos) y comimos cinco platos muy regionalistas: sopes mallorquines, bacalao a la mallorquina, estofado de ternera con patatas, tarta de requesón y gató con helado de almendra.

El gató con helado de almendra
La tarta de requesón fue otro 10.

Fue mi día de la suerte, porque el plato que más quería probar, un estofado de ternera, era una de los tres principales. Me bastaba con ver ese estofado para estar de nuevo en la década de los 60. Al probarlo, no veas. La carne estaba bien blanda pero con buena consistencia y la sedosa salsa era tan suculenta que recogí hasta la última gota con el pan de miga esponjosa. Este plato rozó los 10 puntos, pero tuve que quitar algunas décimas porque las patatas no estaban al mismo nivel de la carne. Nunca he ido a Can Nofre sin comer un trozo de tarta de requesón. Esta vez su textura, su humedad y su sabor fueron tan perfectos como siempre… y valía un 10 como siempre.

Los langostinos empanados valieron un 10
Los langostinos empanados valieron un 10.

Mi entrante de langostinos empanados no es de la cocina mallorquina, pero vaya exquisitez. Como se puede ver en la foto, los langostinos fueron totalmente rectos. Al verlos, pensé que estaban hechos con surimi, el pescado blanco casi artificial de los japoneses. Pero fueron verdaderos langostinos con una cocción y textura perfectas. Un experto del gremio marisquero me explicó que cuando un langostino crudo está ensartado en un pincho de madera, empanado y frito, se quita el pincho y el langostino se queda recto. Buen truco. Buen plato. Otro 10.