Uno de los suculentos postres de Cuit.

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Dice Miquel Calent, el cocinero mallorquín que se ha labrado un buen prestigio en su restaurante de Campos, que la cocina es pasión y que ésta debe permitir al comensal identificar siempre en qué zona del mundo se encuentra. Da realmente gusto, no sólo en el sentido sensorial, encontrar personas capaces de simplificar de esta manera lo que ofrecen sus platos. La cocina de este chef, que quedó prendado de los fogones gracias a su abuela, está basada en buena materia prima, procurando que sean de su tierra mallorquina, y supeditado a lo que proporciona cada estación. Viendo sus menús, se puede afirmar que consigue ser fiel a esa filosofía.

Con la ayuda de su hermano Joan, ha consolidado Can Calent en Campos como referencia de los restaurantes de cocina mallorquina modernizada. Y desde 2016 ha exportado ese concepto a Cuit, en el centro de Palma, donde ha aprovechado las posibilidades del amplio comedor, con terraza y magníficas vistas, de la última planta del Hotel Nakar, en Jaime III, para trasladar allí la mayoría de las creaciones de su casa de Campos.

Para quien desee realizar una inmersión en su cocina, propone un par de menús degustación, uno de seis platos y otro de ocho, con precios que oscilan entre 52 y 72€, bastante razonables para lo que ofrecen. El de seis platos es más que suficiente (tartaro de emperador, manzana, cerezas y alcaparras; berenjena rellena de rabo de vaca madurada; lomo de bacalao con arroz de sardinas al horno; paletilla de cordero mallorquín con lasaña de verduras adobadas; sopa de menjar blanco con higos, y cremoso de chocolate blanco, coco y helado de cacahuetes caramelizado a la sal). Muy bueno, y tal vez incluso excesivo. En nuestro caso, optamos por pedir platos aislados, algunos incluidos en el menú degustación, y fue suficiente para apreciar su cocina elegante, delicada y sabrosa, sin quedar excesivamente saciados.

Calent transmite a su equipo que hay que cocinar como lo harían para las personas a las que más quieren. Si nos atenemos a nuestras visitas, parece que cumplen con esa filosofía. De entrada, el aperitivo es amplio y elegantemente presentado, a base de salpicón de tomate, sardina sobre mousse y pasta de coca, y un pequeño rebozado de pollo. Buena selección de panes, que es algo que no se suele cuidar demasiado.

Probamos unas espléndidas patatas de pobre, cortadas en panadera y revestidas de yema de huevo y base de trufa negra, de acertada presentación (16€). Muy lograda la crujiente coca de carrillera de ternera con portobellos de Porreres, habitas y tapenade de olivas. Los principales también resultaron una grata sorpresa. Las berenjenas rellenas de rabo de vaca, muy tiernas, (23€). Un gallo de San Pedro en filetes, acompañado por patata asada y espárragos verdes, suave y ligero; y, para mi gusto, los dos mejores platos de nuestra cena fueron unos lomos de bacalao con arroz de sardinas al horno, que sirven en bandeja de aluminio que sacan directamente a la mesa. Muy en su punto. Y unos canelones rellenos de sepia, raya, erizo y cangrejo mallorquín, sobre una salsa que agradecía ser tomada con cuchara. Una bocanada de mar (23€). Las raciones son suficientemente amplias como para compartirlas. Como postre, cremoso de chocolate blanco con helado de cacahuetes y caramelo a la sal. Podríamos incluso haberlo obviado –aunque estuvo estupendo–, porque nos sirvieron unos petit fours perfectamente presentados. Buena carta de vinos y de licores. Tomamos un aceptable y ligero rosado de Provence, y un José Pariente blanco, bien de precio.

Buen servicio, joven, atento y dispuesto, mantelería como se espera de un establecimiento de nivel, y algunos detalles fáciles de mejorar (cambio de cubiertos con cada plato). Magnífico restaurante, de servicio diligente y estupendo emplazamiento, que hace justicia a la filosofía culinaria de quien lo ha creado.