Hace muchísimo tiempo, alrededor del año 1403, habitaba en lo que ahora es el santuario de la Victòria de Alcúdia el ermitaño fray Diego Garcia, a quien el obispo Lluís de Prades concedió permiso para oficiar misa en lo que entonces era un sencillo y pequeño oratorio. Cierto es que en aquel austero cenobio había también una torre, ya que debían ir con ojo avizor para detectar la presencia de posibles enemigos en ese mar tan abierto. El ermitaño y presbítero fray Diego hizo vida anacoreta entre aquellas solitarias montañas durante más de veinte años, donde falleció en 1426. Por eso, durante décadas, el santuario fue conocido con el nombre de la Cel·la de Fra Diego. Asimismo, parece que fue él quien entronizó la primitiva imagen de la Virgen, siendo conocida por eso con el nombre de Nostra Dona de Fra Diego, hasta la época de las Germanías (1521-23). Por un documento del notario Guillem Blanch fechado día 24 de abril de 1417 sabemos que fray Diego se dedicó a la alquimia en su celda de la montaña comunal alcudiense. No consta que el ermitaño buscara la fabulosa piedra filosofal, con la que se podían fabricar metales preciosos, o que dedicara sus esfuerzos a encontrar el fantástico elixir de la eterna juventud, pero un documento nos prueba la elaboración de jarabes o elixires medicinales destinados a curar cualquier enfermedad, por grave que fuese. Superaba, por tanto, el umbral y las propuestas de la farmacopea medieval y entraba de lleno en el esoterismo fantasioso de la panacea, el imaginario medicamento universal capaz de curarlo todo.
El documento en cuestión refiere que el día mencionado -24 de abril de 1417-, una selecta comisión compuesta -nada menos- que por el lugarteniente o gobernador (interino) del Reino de Mallorca, Pelai Unís, el maestro cirujano Esteve Boyer y el notario Blanch, ya citado, se desplazaron de la Ciutat de Mallorca hacia Alcúdia y subieron, a lomo de mula o 'cametes me valguen', hasta la celda de Fra Diego. El motivo del viaje era recoger, a petición del rey de Aragón, Alfonso el Magnánimo, que tenía sus caprichos, un agua especial que en aquella ermita se elaboraba. Allí arriba, encontraron a tres ermitaños, pero, ¡vaya!, lástima, porque no se encontraban presentes ni fray Diego ni su colaborador, Adoart de Bosia. «Mala suerte», pensaron los expedicionarios que, sin embargo, continuaron decididos a culminar su misión; pidieron a los ermitaños que les mostraran el lugar donde fray Diego y Adoart preparaban el preciado líquido sanador. Uno de los ermitaños, fray Antoni de Xeya les mostró un horno que estaba dentro de una casita situada junto a la torre, donde había dos alambiques, con la cubierta de plomo y la cazuela de cobre, con sus respectivas botellas, en cuyo interior había agua producto de destilación.
Con presteza, los visitantes empezaron a formular preguntas, como si de un auténtico interrogatorio se tratara:
-¿Para qué sirve ese extraño líquido?, pidió maestro Esteve. Fray Antoni, algo atemorizado y confuso, pues él no era especialista en los asuntos de sus compañeros, contestó que no tenia mucha idea del tema: -Oh, eminencias, pobre de mí, no lo sé exactamente, pero he oído que este jarabe es bueno para curar cualquier enfermedad.
-¿Todas las enfermedades?, insistió el cirujano.
-Bueno, bueno, creo que sólo las que no sean mortales... Ah, y también sirve como antídoto contra envenenamientos.
El lugarteniente y el notario abrían unos ojos como platos, alucinando, entre sorprendidos e interesados. En cambio, el cirujano levantaba las cejas como si no se lo creyera.
La preocupación del ermitaño iba en aumento: «A ver si se chivarán al obispo y éste nos enviará a los inquisidores y nos cerrarán la ermita» pensaba el venerable cenobita.
-Santo varón, dijo el gobernador, mientras el notario levantaba acta de la conversación, cuánto tiempo hace que el alambique está encendido calentando aquellos frascos con líquido.
El ermitaño, pensándose la respuesta, contestó: -Yo os lo diré, magnífico señor... en la pasada fiesta del Ángel del Reino de Mallorca se cumplieron dos años justos que estas redomas están encima del fuego, pudiendo añadir que la llama se ha mantenido constantemente encendida, día y noche.
-¿Y eso hasta cuándo... quizás hasta la hora del Juicio Final? refunfuñó, extrañamente, el discreto notario.
-Oh, Dios mío, se santiguó piadosamente el ermitaño, cuando oyó mencionar el apocalíptico momento. Esperemos que no tanto, añadió, he oído comentar a fray Adoart que pronto sacarían los alambiques del horno.
-Bueno, de acuerdo, dijo el lugarteniente Pelai, ya con ganas de regresar al Palau. Informad a fray Diego y a su compañero Doart, o Adoart, o como se diga, que el rey en persona espera las botellas con urgencia; por tanto, transportarlas diligentemente a nuestro castillo real y las embarcaremos hacia Barcelona para que las vea el rey.
-No se preocupe, señor, que se lo contaré todo y bien pronto, si Dios quiere, será servido.
Cuando los dos alquimistas regresaron al eremitorio, el día 26 de abril, apagaron el fuego, y al día siguiente pusieron los alambiques y las botellas dentro de una aportadora o caja de transporte, que fue trasladada a la ciudad, donde debía prepararse una caja especial para ser enviada al rey. Cuando iniciaron esta operación, ¡vaya una faena! se encontraron con un alambique roto y con el líquido de la botella caído y echado a perder. Menos mal que el otro recipiente se encontraba en buenas condiciones y pudo ser enviado al rey Alfons, que tanto se interesaba por el tema. Debemos añadir que los ermitaños alquimistas alcanzaron tanta fama que, cuando fray Diego murió, el pueblo asaltó la ermita en busca de oro. La gente pensaba que un alquimista de éxito, como él, habría encontrado la piedra filosofal y, por tanto, debió fabricar cantidades enormes de oro. Este magnífico metal, sin duda, -pensaban- debía estar bien escondido por allí, enterrado o colocado en el interior de grutas, rendijas o grietas... y aún debe de estar ahí, porque -según parece- nadie encontró nada!
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