Marina J. Ramos en el interior del templo de las ratas. | Marc Lozano García (@marc_endless)

TW
4

Mediados de marzo. Llevamos ya mes y medio en la India, viajando con dos mochilas a nuestras espaldas y recorriendo el norte del país a base de buses nocturnos. Ni el caos en las calles, ni la suciedad ni los constantes escupitajos y eructos de los locales nos sorprenden. Viajamos por la región del Rajasthan, el noroeste. Vamos con una ligera idea de la ruta, pero sin plan cerrado y precisamente por ello acabamos en Bikaner. Estando en Pushkar, el guía de los documentalistas turcos con los que nos hacemos amigos nos recomienda visitar la ciudad. «Podéis ver entre otras cosas el templo de las ratas», nos dice. Y con eso, se gana a Marc, el cámara y amigo que me acompaña en la aventura. Así que allá que vamos. Sin expectativa alguna, Bikaner nos sorprende.

Obviamente, la primera parada es el Karni Mata Mandir, más conocido como el templo de las ratas, un complejo dedicado a la diosa Karni Mata. Lejos de la curiosidad que provoca en los extranjeros, para los fieles hindúes este es un centro de peregrinación. Miles de ellos vienen cada año a presentar ofrendas a las 25.000 ratas que se calcula que viven aquí.

Al ser un templo, todo aquel que entre debe quitarse los zapatos en señal de respeto. Los locales entran descalzos -nosotros nos dejamos los calcetines, nos da un poco de grima el asunto- y caminan esperando que alguna rata les roce. Para ellos es señal de buena suerte. Vamos avanzando por los pasillos, pisando excrementos y restos de comida por doquier. Centenares de ratas corretean por alrededor, cada una haciendo de las suyas: subiendo por las paredes, entrando en pequeños recovecos en el suelo o acercándose a investigar a los visitantes.

Viven de lujo. El sacerdote del templo las alimenta con leche y granos y los visitantes les traen alimento en señal de ofrenda. Quizá por ello se acercan a veces a ellos, para comprobar si también son comestibles. A Marc una le da un buen susto al morderle el dedo gordo del pie. De momento parece que no ha contraído la rabia, aunque ya veremos cómo evoluciona los próximos días.

Abortos de camello

La siguiente parada en Bikaner es un refugio de 300 camellos. La pequeña ciudad está cerca del desierto y abarrotada de estos animales, que sirven de atracción turística para los viajeros y muchas veces son maltratados y explotados por ello. En el ICAR-National Research Centre on Camel tratan de revertir ese daño y asegurarles una vida digna, además de investigar todo lo que pueden dar de sí estos animales y desarrollar con ello un «ecoturismo sostenible». Recorremos los establos, probamos leche de camello fresca -he de decir que, sorprendentemente, está muy rica- y acabamos en el museo del centro. El más extraño que he visitado en mi vida, sin duda alguna. Expuesto en las vitrinas, tienen toda clase de objetos fabricados con pieles, pelos y otras partes de camellos. Imagínense el shock de ver ropa, muebles y hasta figuras de camellos hecho todo con los animales que acabamos de ver y acariciar. Lo que nos deja más anonadados son unos fetos de camello, abortos, que están expuestos con total naturalidad.

Aborto de camello expuesto en el museo del ICAR.
Camellos en la granja del ICAR.

¿Realmente se aprende al viajar?

Además de las ratas y los abortos de camello extraños, de Bikaner me quedo con las charlas con la gente del pequeño hostal en el que nos alojamos. Es una planta baja, la casa de Ahmeer, donde vive con su familia y que ha convertido en hostal hace apenas seis meses. Acoge a los viajeros con los brazos abiertos y con su especial cariño hace sentirnos a todos como en casa, paliando los miles de quilómetros que nos distancian de ella. Es un hombre muy dulce y luchador, que ha conseguido todo lo que se ha propuesto, pese a los baches de la vida que ha tenido que afrontar. Estuvo casado 10 años con el que era el amor de su vida. Querían tener hijos, pero no había manera. Al hacerse finalmente pruebas médicas, a la mujer le detectaron un cáncer terminal. Años después Ahmeer volvió a casarse y ahora es padre de Prince (el hostal se llama «Little Prince», en honor a su hijo), de 26 meses, la estrella del lugar. Ambos guardan una adoración mutua el uno por el otro envidiable y emotiva. Puro amor padre-hijo.

Hablando con el único trabajador que tiene contratado por ahora Ahmeer, que hace las veces de pintor, las veces de conductor de tuktuk y de todo lo que haga falta, conocemos su historia. Está solo en Bikaner. Su mujer y su hijo viven en un poblado a horas de distancia de aquí. Los ve dos o tres días al mes si hay suerte. Están en una encrucijada: en el pueblo no hay trabajo, pero no pueden costearse vivir todos en Bikaner por el elevado coste de vida. Sobreviven así, separados, trabajando y con la ilusión de ahorrar y poder comprarse a años vista una casa en la ciudad para poder vivir todos juntos otra vez.

El hombre me pregunta extrañado que por qué, con 25 años -los mismos que él- no estoy casada ni tengo hijos.

- Porque ahora mismo no quiero. No es mi prioridad.- le respondo y me mira extrañado, a lo que replico.- Para mí lo raro es que vosotros en la India estéis tan enfocados en eso.

- Es lo normal: encuentras a una mujer que te gusta, te casas, tienes hijos con ella…¿qué más quieres?

- Nosotros en Europa tenemos una concepción un poco más individualista. Antes de eso muchos queremos disfrutar de la vida sin condicionantes

- Aquí es que eso no se puede. Hay que trabajar para poder vivir y comprar una casa en la que poder vivir con la familia.

Visitando un palacio de Bikaner con Ignasi y Laura.

Además del propietario y el trabajador, en el Little Prince conocemos a Laura e Ignasi, dos jóvenes catalanes con ganas irrefrenables de vivir la vida al máximo y cuyas experiencias viajando me han inspirado más si cabe. Son la ejemplificación de no tener miedo al futuro, de lanzarse a la piscina sin saber si hay agua, en busca de una buena oportunidad. También hablamos con una pareja de jubilados de Nueva Zelanda. Les encantaba viajar y tras años recluidos en su país debido al COVID, hace unos meses se encontraron tan estancados que lo han dejado todo para embarcarse en un viaje de cuatro meses por India, para después continuar por Indonesia. Una prueba fehaciente de que no hay edad ni para viajar ni para cumplir sueños.

En la siguiente ciudad de nuestro itinerario, Jaisalmer, haciendo una ruta por el desierto del Thaar, una de las turistas del grupo, Archana (una joven doctora de Mumbai, que se ha escapado dos días de tanto estrés del hospital), me pregunta si realmente viajar sirve de algo: «¿Crees que de verdad se aprende o que es pura diversión?». Se lo puedo contestar con total determinación, en especial, tras las charlas de Bikaner. «Viajar no solo es ver paisajes y monumentos interesantes. Es conocer a gente variopinta, de todos los puntos del planeta, con cuyas experiencias e historias uno ve más opciones y estilos de vida y entiende que no hay bueno o malo: casarse a los 20 años; dejar el trabajo para viajar por el mundo; embarcarse en un gran viaje a los 65; trabajar duro para comprar una casa y formar una familia… todo depende de la cultura y los valores personales desde los que se mira». Es lo que trato de transmitir con mis artículos, cada semana en Ultima Hora y a diario en el Instagram de @contextoviajero. ¡Hasta la semana que viene!