Pero el «año inolvidable», pronunciado por el mandatario
barcelonista, tenía muchas dimensiones, además de la puramente
deportiva, la principal para él, sin duda. También será inolvidable
porque Laporta ha sufrido como nunca hubiese imaginado, hasta el
punto de asegurar en su círculo privado que no sabía si un título
de Liga podría llegar a compensar tantas angustias que le ha
deparado su cargo en este segundo año de mandato.
La presión de los violentos seguidores del Barca contra él
(obligado a cambiar de domicilio), una mala gestión con la
designación de Valero Rivera como director de secciones, la
dimisión de éste y las destituciones en la plana mayor del
baloncesto, la ruptura en el seno de la junta, la remota
posibilidad de sumar un año más sin títulos y los consiguientes
problemas familiares, como producto de una ocupación exclusiva en
el club, han llevado a Laporta a vivir con el corazón en un
puño.
Vencedor sin paliativos en las elecciones del 15 de junio del
2003, Laporta recibió el apoyo de 27.128 asociados (52,57%) por
16.12 (31,8%) de su máximo rival, Lluís Bassat, y máximo
favorito.
Aquel triunfo le dio a Laporta un cheque en blanco para dar un
giro de 180 grados al club, sumido en una deuda económica
descomunal y con un panorama a corto plazo desolador en lo
deportivo.
Su primera puesta en escena fue para ver cómo el Barcelona
ganaba su primer Copa de Europa de baloncesto y para presidir el
último partido de Liga que el Barça de fútbol venció contra el
Celta y que le sirvió para clasificarse para la próxima Copa de la
UEFA.
Agobiado por la deudas y con las arcas vacías, el joven equipo
de Laporta se sintió abrumado ante el futuro más próximo y la
necesidad vital de «limpiar» el vestuario. Se encontró con un
contrato televisivo multimillonario, pero para conseguir el soñado
déficit cero en la gestión del primer año debió incrementar
notablemente las cuotas de los abonos del Camp Nou (lo que originó
una revuelta social) y apostó por una reducción drástica del
gasto.
Otra de las acciones fue no contar con el técnico accidental
(Radomir Antic) y dar la batuta a un ex excelente jugador de fútbol
como Frank Rijkaard, pero un desconocido en los banquillos, sobre
el que pesaba un doble fracaso, con la selección holandesa y con el
Sparta de Rotterdam, con el que bajó a la segunda división.
A Rijkaard se le pidió comprensión económica (un sueldo de un
millón de euros) y obediencia en la filosofía que deseaba impulsar
el nuevo Barça. Para ello, se le entregó un equipo roto por todas
las partes, con refuerzos del calibre de Ronaldinho, pero también
futbolistas que representaban toda una incógnita como Márquez,
Mario, Quaresma y Luis García, entre otros.
El Barcelona fue un mero espectador en la Liga y cuando su
posición estuvo comprometida en invierno, el directivo responsable
del fútbol profesional, Sandro Rosell, solicitó la cabeza de
Rijkaard, la cual no le fue entregada, aunque insistió al final de
la temporada. Este pulso mantenido por Rosell con el resto de
directivos (especialmente Laporta) y ejecutivos (Txiki Begiristain)
abrió una crisis que se ha arrastrado hasta hoy día.
El distanciamiento entre un sector de la directiva y Laporta,
quien controla a la mayoría de sus socios en la junta, también
encontró su caldo de cultivo cuando el gran grupo ganó una votación
(14-3) para que no se «levantasen las alfombras» de la gestión de
la anterior junta.
Laporta prometió espectáculo y un título como mínimo y el doble
objetivo lo ha alcanzado. Vislumbró a principio de temporada que la
entidad no podría soportar un nuevo año en blanco y apostó por
adelantar la inversión económica una temporada; así, llegaron Deco
y Etoo, la inversión por los cuales se acerca casi a los 50
millones.
No se le puede achacar, de esta forma, que el joven mandatario
no haya tenido cintura cuando se ha visto entre la espada y la
pared.
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