Real Mallorca sigue sin rehabilitarse. Tres jornadas después, el
grupo de Luis Aragonés continúa divorciado con la victoria y
tirando de un discurso repleto de imprecisiones que se ha
proyectado con rapidez en la clasificación.
Mallorca y Málaga dejaron claro sus tratados de intenciones
desde el nacimiento de la cita. Vicente Engonga se hizo con el
mando del partido desde el primer minuto, entre otras cosas porque
el cuadro andaluz prefería que su rival tuviera el balón. Sentado
este principio, el cuadro bermellón no tuvo excesivos problemas
para conectar en el centro del campo y elaborar ahí su fútbol. El
problema estuvo casi siempre en los últimos metros, donde casi
todas las intentontas locales se diluían. Málaga exhibió una gran
consistencia, pero la puerilidad mallorquina resultó
escandalosa.
Cuando apenas se había consumido el primer cuarto de hora, Lluís
Carreras trazó un gazapo enorme después de recibir una buena
asistencia de Àlvaro Novo. Mal presagio. El Mallorca era quien
llevaba todo el peso del partido, pero casi todo finalizaba allí
mismo, cerca del área grande o en las manos de Contreras. Nadal,
cuya presencia en el equipo dió mucha más consistencia a la
cobertura del Mallorca, se hartó de protestar un agarrón de Bravo
en el interior del área en una jugada (minuto 18) que pudo haber
variado el rumbo del partido, pero Turienzo Àlvarez no apreció
infracción alguna.
Málaga apenas inquietó, pero cuando lo hizo siempre tuvo como
protagonista a Rufete, un futbolista despreciado durante la
estancia de Cúper en el banquillo balear y que es una referencia
fundamental en el dibujo de Joaquín Peiró.
Rufete estuvo enorme, omnipresente y de sus botas nació casi
todo. Intentó sorprender a Roa en una internada en la que sólo le
faltaron unos centímetros de terreno y en los primeros compases del
segundo acto se inventó un centro que Dely Valdés, libre de marca,
no desaprovechó.
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