Hablar del Arsenal es concebir el balompié bajo los mismos
parámetros que un día Johan Cruyff trazó en el Ajax y en el Barça.
Highbury es la única herencia tangible de aquellos años de juego
por los flancos, de fútbol directo, de alegría. Ver un partido del
conjunto de Londres nunca deja indiferente, para bien o para mal,
porque cuando uno enchufa la televisión sabe que va a acudir a un
espectáculo de primer orden. Ahí reside el principal atractivo del
Arsenal, en esa nostalgia del concepto de ataque, del peligro que
habita en las bandas.
Arsène Wenger se ha convertido, desde que llegó a Avenell Road
el 28 de septiembre de 1996, en el principal diseñador de ese
modelo de practicar este deporte; reclutó a un buen puñado de
franceses y los movió en torno a Bergkamp, la última concepción de
la elegancia desde que Butragueño colgara las botas. Llegaron
Vieira, Pires, Wiltord y Henry, todos para darle forma a un
proyecto del que se desmarcó Anelka en su día y al que también
contribuye Grimandi. A ese montón de estrellas Wenger les ha
incrustado sus argumentos: rápida circulación del balón, mucho
atrevimiento en el quiebro y un amplio sentido del remate. Sólo el
Manchester United ha sido capaz de mejorar los registros de los
gunners en los últimos años.
Europa ha sido diferente, porque allí el balompié no entiende de
riesgos. El mejor ejemplo fue la última final de la Champions: dos
equipos edificados desde la defensa y que tuvieron que llegar a la
tanda de penaltis para que comprobáramos que sólo allí son capaces
de divertir. El Arsenal se ha estrellado siempre en el trayecto de
la Liga de Campeones, pero Wenger insiste. Para ello, ha engordado
la calidad de la plantilla con Campbell "considerado uno de los
mejores zagueros del continente" o Van Bronckhorst, futbolista
polifuncional y que ha sido capaz de hacerse un hueco en la banda
izquierda. Todo, para ganar en equilibrio.
Sin comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Ultima Hora
De momento no hay comentarios.