Joan Bosch, Yan Schaffter y Pepe García nos acompañan. Para
llegar necesitamos dos taxis. El cielo está negro y amenaza lluvia.
Yo voy en el segundo taxi, con García, que le indica al taxista:
«Llévenos a Ground Zero». Al hombre le cambia la cara. Nos damos
cuenta, el taxímetro corre y el corazón se me acelera. Estamos
frente a la Estatua de la Libertad, y no están las Torres. Ya
estamos en la Zona Cero. Pagamos el taxi, once dólares con propina,
qué casualidad. Impresiona todo, desde el silencio a las
dimensiones y profundidad del brutal socavón que han dejado las
Torres "se llenaron 108.444 camiones de escombros", se nos hace un
nudo en la garganta cuando recordamos las imágenes, que todos
tenemos en la retina, de personas lanzándose al vacío desde las
ventanas.
Seguimos andando y no le paras de dar vueltas a lo sucedido el
11 de septiembre del 2001. Ahora entendemos mejor el sufrimiento de
los neoyorquinos y la rabia de un país que le declaró la guerra al
terrorismo. A la Zona Cero la rodea el recuerdo de los familiares
que perdieron a alguien el 11-S. Sólo se pudieron recuperar 1.102
cadáveres, y más de 19.500 restos humanos siguen sin poder ser
identificados. Hoy todo lo que queda del World Trade Center son dos
vigas de hierro en forma de cruz, recuperadas de entre el 1.642.698
toneladas de escombros, y una bandera estadounidense que los
bomberos encontraron.
Nuestra visita tocaba a su fin y al final, descubrimos el porqué
de la mala cara del taxista. La Zona Cero se ha convertido en una
atracción turística. Cada día pasan más de cien mil personas por la
zona. Estas cifras desbordan al Empire State, Rockefeller Centre o
incluso al que hasta el 11-S era el símbolo de la ciudad, la
Estatua de la Libertad.
Patricia Conde, emocionada y triste, no quiere fotos, no ha
superado el schock del momento. A unos metros, una azafata de
American Airlines deposita un ramo de flores y rompe a llorar. Son
casi las ocho de la tarde. Se comienza a cerrar el mirador de la
Zona Cero. Mañana seguirá el peregrinaje de miles de personas que
se acercan a ver el vacío que durante muchos años fue el centro
financiero del mundo. Para nosotros ha sido una experiencia
desgarradora. Comienza a llover sobre Nueva York y Moyà me dice:
«No me lo puedo creer».
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