Y eso que a la primera parecía la vencida. En la final de la Copa
de Europa de 1984, en la Patinoire de Ginebra, el Barcelona
entrenado por Antoni Serra y con una de las promesas del baloncesto
nacional, Juan Antonio Sanepifanio «Epi», en sus filas, tenía mucho
trabajo realizado en los primeros minutos del segundo tiempo cuando
ganaba por diez puntos de diferencia. Los catalanes ganaban con
solvencia, hasta que el entrenador de los romanos (Valerio
Bianchini), decidió jugársela y puso en pista a su jugador
estrella, el estadounidense Larry Wright, un ex NBA que apenas
había jugado, debido a problemas físicos. El estadounidense, para
desesperación del Barcelona, dio la vuelta a la situación. Bien
secundado por Enrico Gilardi y Clarence Kea, el Banco di Roma se
rehizo y «Epi» se conformó con ser el máximo anotador del partido
(31 puntos), pero la gloria fue para los italianos (79-73).
El Barcelona tiene en sus vitrinas todos los títulos que un
equipo podía soñar, porque algunos de ellos como la Copa Korac, la
Recopa o el Mundial de Clubes ya forman parte de la historia del
baloncesto, pero le falta la gran Copa de Europa. Los tópicos
señalarían que el cuadro catalán ha tenido mala suerte o que un
maleficio le ha perseguido a lo largo de la historia. Lo cierto es
que por una razón o por otra, el cetro continental siempre se le ha
resistido en una historia que nace hace dieciocho años y cuya
herida todavía no se ha cerrado.
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