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Francisco Àvila
La Euroliga de ahora o la Copa de Europa de siempre se han convertido en un depósito de la frustraciones para el Barcelona de baloncesto, un equipo que ha intentado sin éxito en ocho ocasiones el asalto al título y que esta semana tendrá la novena opción, esta vez en casa. Da igual que el equipo barcelonista llegara como favorito, con el mejor equipo de todos los participantes, o que lo hiciera sin opciones. Al final el resultado siempre ha sido el mismo: derrota.

Y eso que a la primera parecía la vencida. En la final de la Copa de Europa de 1984, en la Patinoire de Ginebra, el Barcelona entrenado por Antoni Serra y con una de las promesas del baloncesto nacional, Juan Antonio Sanepifanio «Epi», en sus filas, tenía mucho trabajo realizado en los primeros minutos del segundo tiempo cuando ganaba por diez puntos de diferencia. Los catalanes ganaban con solvencia, hasta que el entrenador de los romanos (Valerio Bianchini), decidió jugársela y puso en pista a su jugador estrella, el estadounidense Larry Wright, un ex NBA que apenas había jugado, debido a problemas físicos. El estadounidense, para desesperación del Barcelona, dio la vuelta a la situación. Bien secundado por Enrico Gilardi y Clarence Kea, el Banco di Roma se rehizo y «Epi» se conformó con ser el máximo anotador del partido (31 puntos), pero la gloria fue para los italianos (79-73).

El Barcelona tiene en sus vitrinas todos los títulos que un equipo podía soñar, porque algunos de ellos como la Copa Korac, la Recopa o el Mundial de Clubes ya forman parte de la historia del baloncesto, pero le falta la gran Copa de Europa. Los tópicos señalarían que el cuadro catalán ha tenido mala suerte o que un maleficio le ha perseguido a lo largo de la historia. Lo cierto es que por una razón o por otra, el cetro continental siempre se le ha resistido en una historia que nace hace dieciocho años y cuya herida todavía no se ha cerrado.