Ochenta y siete años después, el Real Mallorca se ha apropiado de
un elemento claramente diferenciador. El club balear agarró en
Elche un título con rango, el mismo con el que había soñado en un
par de ocasiones, y estampó su nombre entre un pequeño grupo de
elegidos. El 28-J, presente desde hace un buen puñado de meses en
millares de corazones rojos, forma ya parte de la historia; hasta
ahora excelsa pero también huérfana de éxitos de tal calibre.
Si Alfredo (Madrid, 1991) y el infortunio (Mestalla 1998) se
habían cruzado una y dos veces en en el camino del Mallorca, esta
vez desaparecieron todos los miedos. Hacía tiempo que esta Copa
llevaba grabado un nombre propio. Las lágrimas que se deslizaron
sin disimulo alguno ente las mejillas de futbolistas y aficionados
y que acabaron perdidas entre el césped y las gradas del Martínez
Valero son ya imborrables, material para la eternidad.
Llevaba mucho tiempo el Mallorca persiguiendo algo grande, algo
que le distinguiera por siempre de la gran mayoría y que coronara
un trayecto de su vida especialmente prolífico. Desde que consumó
su regreso a Primera (temporada 96/97), el Mallorca ha disputado
tres finales (dos de Copa y una de la extinta Recopa de Europa), se
ha paseado por la máxima competición continental y también ha
peleado al más alto nivel en la Liga más importante del planeta;
pero siempre le habían faltado unos pocos centímetros, unos pocos
gramos para alterar un estigma que ocultaba mal fario y zozobra. Y
en Elche, ciudad tomada por más de quince mil aficionados desde
primera hora de la mañana, cambio todo. La Copa del Rey, perseguida
con ahínco, ya es suya.
Ochenta y siete años después, el Real Mallorca se ha apropiado
de un elemento claramente diferenciador. El club balear agarró en
Elche un título con rango, el mismo con el que había soñado en un
par de ocasiones, y estampó su nombre entre un pequeño grupo de
elegidos. El 28-J, presente desde hace un buen puñado de meses en
millares de corazones rojos, forma ya parte de la historia; hasta
ahora excelsa pero también huérfana de éxitos de tal calibre.
Si Alfredo (Madrid, 1991) y el infortunio (Mestalla 1998) se
habían cruzado una y dos veces en en el camino del Mallorca, esta
vez desaparecieron todos los miedos. Hacía tiempo que esta Copa
llevaba grabado un nombre propio. Las lágrimas que se deslizaron
sin disimulo alguno ente las mejillas de futbolistas y aficionados
y que acabaron perdidas entre el césped y las gradas del Martínez
Valero son ya imborrables, material para la eternidad.
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