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Durante un entrenamiento en el Centro de Alto Rendimiento de Madrid cayó y su rodilla no resistió. Horas después le confesaba a su padre: «se ha acabado». Había terminado el sueño olímpico de Raquel Pascual Aguiló (Palma, 1987), la historia de una gimnasta que llevaba dos años afincada en la Blume, que había superado multitud de trabas para hacerse un hueco en el equipo español, y que cuando acariciaba una plaza para Atenas se ha visto forzada a abandonar.

Su llegada a Madrid tampoco fue sencilla. Se pasó seis meses atada a unas muletas por una operación en su rodilla. Le faltaba riego sanguíneo en el cartílago, y debía operarse para poder competir al máximo nivel. Le costó renunciar al Mundial de Anaheim, pero continuó apostando por ella misma y fijo sus miras en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Con el inicio de la nueva temporada, y ya en igual de condiciones, buscó uno de los seis pasaportes para la Olimpiada. Sólo necesitó tres meses para meterse en la pomada. Su fuerza de voluntad había sorprendido al propio Jesús Carballo y su personalidad le hizo ganarse el corazón de sus compañeras y de sus entrenadores.

Raquel Pascual protagoniza una historia de sacrificio y de autoconfianza a la que el destino le ha jugado una mala pasada. Desde sus inicios en el Club Xelsca del Coll den Rebassa, no se caracterizó por unas cualidades innatas. Lo suyo siempre ha sido el trabajo, pero en eso, siempre ha sido la mejor. Su voluntad la ha llevado a competiciones nacionales y le ha permitido integrarse en el equipo nacional. La vida en Madrid no es sencilla. Al margen de distanciarse de la familia -para Raquel fue especialmente duro dejar a los suyos-, hay que afrontar exigentes sesiones de entrenamiento diarias de ocho horas. Simplemente el hecho de permanecer allí ya es prácticamente un éxito.