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La de ayer fue una tarde-noche de emociones encontradas. El programa del Mundial era de lo más apasionante. Brasil y Ghana abrían fuego, pero la cita era a las nueve de la noche. España y Francia iban a paralizar la isla y a todo el país en consecuencia, pero desde primera hora de la tarde, los seguidores de la canarinha se apoderaron de la primera línea del Passeig Marítim. El bar «Made in Brasil» era el punto de encuentro y a medida que los goles iban cayendo, la alegría se desataba. A buen seguro que se repetirá esta imagen este fin de semana, cuando Brasil y Francia pugnen por un hueco en las semifinales de la Copa del Mundo. Acabado el partido, la fiesta invadió esa porción de la fachada marítima de Ciutat, teñida de amarillo, azul y verde.

Era la hora de la selección, que quería vérselas con Brasil en cuartos de final, esos malditos cuartos que no llegarán a disputar. Unos en sus casas, otros en bares, y algunos en pantallas gigantes, no se quisieron perder la cita. El España-Francia fue la gran atracción de la recepción que el embajador de Francia, Claude Blanchemaison, organizó en la fragata «Jean de Vienne», amarrada en el Dic de l'Oest. El acto coincidió, prácticamente, con la celebración del partido y anfitriones e invitados lo siguieron con atención a través de una pantalla gigante estratégicamente situada en la fragata. El embajador quiso tener un detalle con sus invitados y colocó una gran bandera española junto al televisor, por supuesto, sintonizado vía satélite con un canal galo. Poco antes del encuentro, Blanchemaison expresaba su convencimiento de que «ganará el mejor», aunque apeló a sus sentimientos para matizar que «deseo el triunfo de mi país, está claro», dijo.

Mientras, en muchas cafeterías de Ciutat se empezaba a sentir con pasión el desenlace del cruce de octavos de final. Las calles ofrecían el aspecto desértico de las grandes ocasiones, pero algunos aficionados se dejaban ver con banderas. Era una noche histórica. Con el pitido inicial, la tensión de hacía notar en cada una de las acciones del choque. Hasta que llegó la pena máxima que iba a poner por delante a España. Con el corazón en un puño y encomendados a David Villa, el asturiano provocó una explosión de euforia y alegría entre los aficionados españoles. Se las prometían muy felices, pero Ribery se encargó de poner de nuevo los pies en el suelo a los exultantes seguidores, algunos de ellos enfundados en la elástica roja de la selección. Empezaba un nuevo partido y los rostros de felicidad se transformaban en caras que reflejaban la incertidumbre de un partido de desenlace imprevisible.