Fernando Torres, tumbado sobre el césped en una acción del encuentro de ayer. Foto: JUAN CARLOS CÁRDENAS

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Fiel a su estigma, rigurosa con su historia, España se largó del Mundial cuando empezaba a jugarse de verdad. La vida sigue igual para la selección nacional, que reinterpreta su fatídico guión cada cuatro años. Poco importa el escenario, incluso el adversario; el resultado siempre es el mismo. Fue esta vez la vieja Francia la que agotó el crédito español en octavos de final y rescató sensaciones pretéritas. Porque España es un equipo especializado en generar grandes expectativas y acumular fracasos proporcionales.

Ante un rival plagado de jugadores que han enfilado sus últimos años de fútbol, la nueva hornada española también se estrelló. Es Luis -el entrenador que tiene un amigo japonés que es sexador de pollos- partícipe de este último desastre nacional, fundamentalmente porque casi todas las decisiones que tomó antes y durante el partido no aportaron nada. Es muy cuestionable la inclusión de Raúl en el equipo titular y también la posición que ocupó durante los minutos que estuvo sobre el campo. Su elección por los extremos -Luis García y Joaquín- cuando la cita empezaba a tener mala pinta tampoco sirvió de nada.

España podrá escudarse en el peaje generacional, incluso en la famoa falta de Puyol, pero sus coartadas también son cíclicas, como su decepcionante rastro. Francia jugó «su» partido y eso le bastó para dejar en la cuneta a un rival que se diluyó a medida que el partido fue creciendo. Esta vez no hay ningún árbitro egipcio -Gamal Al Ghandur- al que echarle la culpa. España empequeñeció cuando la tesitura reclamaba algo de grandeza y decisión. Surgió de nuevo el vértigo. España vuelve a casa. La vida sigue igual.