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Jorge Muñoa |PEKÍN
Los Estados Unidos sellaron un buen partido de arranque en los Juegos ante los anfitriones de Pekín 2008, rematado con un amplio marcador y sin demasiada historia sobre la cancha, pero también sin ningún síntoma que invite a pensar en un paseo militar de los yanquis hasta el oro.

Kobe Bryant, una máquina de hacer puntos, debe su nombre al hecho de que sus padres le concibieron en la ciudad japonesa del mismo nombre. Su padre Joe Bryant jugó en Europa hace muchos años, concretamente en Italia. El alero de los Lakers es, por tanto, un hombre peculiar dentro del baloncesto estadounidense por algo más que por ser un anotador mortífero.

Ha recibido una formación distinta a la de sus compañeros de selección. Es una persona con una educación que le hace sensible a ciertos aspectos de la vida y de la cultura que, para muchos de los internacionales norteamericanos, crecidos en los playgrounds (canchas callejeras) y, en algunos casos, enrolados en la NBA y convertidos en millonarios y famosos recién salidos del instituto, sin haber puesto un pie en una Universidad -como Lebron James-, son inapreciables. Sabe que el mundo es mucho más que unas gruesas cadenas de oro colgadas del cuello, un buen equipo de música en el interior de un potente automóvil y unos llamativos tatuajes. Y sabe que los Estados Unidos no deberían permitirse un nuevo fiasco internacional al estilo de los cosechados en el Mundial de Indianápolis 2002 -sexta posición-, en Atenas 2004 -tercera plaza- y en Mundial de Japón 2006 -medalla de bronce-, resultados que han destruido el mito de la supremacía americana en el baloncesto.