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El desastre de Bombay ha conseguido que, por unos instantes, desviemos nuestra mirada de la crisis económica para fijarla en aquel enorme país del que pocas veces llegan buenas noticias. Llevan más de quinientos muertos en actos de terrorismo en los dos últimos años, pero sólo ahora nos ha impresionado la situación porque ha afectado, aunque sea colateralmente, a un buen puñado de españoles, atrapados en medio del huracán terrorista.

Eternamente considerados enemigos de la India, los musulmanes radicales están en el punto de mira de las sospechas (y todos vigilan al vecino Pakistán), pero poco importa cuál sea el origen de la matanza "hindúes fanáticos o islamistas extremos", porque la verdadera razón de esta situación es el mapa actual de una inmensa nación, densamente poblada, que trata de colocarse en el siglo XXI con la mentalidad y las estructuras sociales propias de la Edad Media.

Sólo la mitad de los niños de la India están escolarizados y ésa es posiblemente una de las razones de que pervivan intactas las creencias atávicas que mantienen el país anclado en el pasado más rancio: el que viene modelado por los prejuicios religiosos. La pobreza y la corrupción siguen estando ahí.

Mantener bajo control a mil millones de habitantes puede ser todo un reto para un Gobierno siempre en precario, atenazado por una oposición que reclama para sus adeptos el integrismo hinduista.

En el país de la supuesta espiritualidad, la realidad más abrupta se impone en forma de terror irracional. Mala solución tiene una situación que ha llegado demasiado lejos. Incluso para un país como éste, que presume de literatura de primera, de tecnología punta, de élite académica y hasta de bomba atómica.