H ace escasos días tuve la oportunidad de visitar un paisaje de
nuestro pequeño país que todavía no conocía. Se trata de las
tierras "lo de las tierras es un decir, porque lo que hay
fundamentalmente son rocas" que llevan al Faro de Nati, al norte de
Ciutadella. Lo visité en compañía de un amigo de mi padre y ahora
amigo mío. Es el doctor Blai Llopis Faner, que allí sobre el
agreste terreno me explicaba sus recuerdos de los tiempos de la
guerra civil, pues a él le tocó hacer la mili en el faro de Nati y
engrasar unos cañones que nunca llegaron a disparar. Me contaba, mi
amigo, que por aquellos años en Menorca había bastante miseria y
que existían unas profesiones que solamente esta miseria podía
explicar. Una de estas profesiones se llamaba de vorerer, era la de
aquellos señores que se dedicaban a recorrer la orilla del mar y
recoger lo que procedente del mar llegaba a la tierra firme. La
profesión apenas daba para comer, pero para ejercerla se necesitaba
una buena dosis de imaginación y de conocimiento.
Se trataba de saber a quién le podían interesar aquellos restos
que llegaban escuálidos, esquilados y desguazados. Reducidos a su
esencialidad. Restos húmedos de historias humanas que en algún
momento fueron ardientes. No tuve que hacer grandes esfuerzos de
memoria "habían pasado únicamente tres días" para rememorar la
palabras de Blai Llopis cuando visité, ayer, la instalación que
Guillem Aulí ha hecho en la sala Horrach Moya. Recordé las palabras
de Blai Llopis y recordé lo que no hace mucho me contaba Pedro A.
Serra de la costumbre que tenía Joan Miró de caminar por las playas
y recoger lo que allí encontraba. Estos objetos "unos caracoles, un
pedazo de red, un tronco desnudo, una boya" se convertían en el
taller de Miró en objetos que estimulaban la imaginación, el
recuerdo, la inteligencia del mas poético de los pintores que ha
pisado esta tierra.
No muy distinta ha sido la fuente de inspiración de Guillem
Aulí, este esporlarí que ha aprovechado objetos que parecen traídos
por las olas del mar hasta la ribera, para hablarnos de sus sueños
de verano. Los mallorquines sabemos que el verano es la época de la
plenitud, de los días largos y luminosos, de pasar horas oyendo el
rumor del mar y de imaginarnos locas aventuras. Aventuras de pesca
y aventuras sexuales que luego son corregidas y aumentadas cuando
las contamos a nuestros amigos o cuando los más tímidos, como yo,
nos las contamos a nosotros mismos. El verano es la época de la
exaltación, de la luz, de las proezas, de la imaginación, de sentir
la vida como interminable, llena de recuerdos y de proyectos. El
verano al lado del mar: observando y recogiendo los objetos que las
navegaciones han dejado en puro esencialismo. El verano al lado del
mar es el momento de soñar en erecciones arbóreas y en pescados
fantásticos. Para introducirnos en este clima Guillem Aulí ha
recurrido a una material variopinto buscando y hallando el
contraste entre lo natural y lo artificial.
Un material que va desde un tronco pelado, a una rama de un
arbusto, al somier de una cama, a la fibra de vidrio a la resina y
al alambre. Lo ha montado con una importante capacidad metafórica y
evocadora. Con sensibilidad, ironía y provocación. Cuando salí de
la exposición pensé que en esta orilla del mar Mediterráneo a la
que nos remite el montaje de Guillem Aulí nacieron "fueron
pensadas" muchas de las ideas con las que se ha construido el mundo
moderno. A orillas del Mediterráneo, y quizá observando los restos
que llegaban a la orilla, imaginaron cómo era el mundo señores como
Aristóteles, Anaxágoras, Platón, Ptolomeo. Unas riberas que
marcaron también la juventud de casi todos los mallorquines y por
donde circulaban libres, casi sin comercializar, el sol, la brisa y
el sexo. Una juventud, unos veranos eternos y luminosos y llenos de
sal y de aventuras exageradas que nos ha hecho reencontrar Guillem
Aulí. Gracias.
Guillem Aulí
Galerías Horrach Moyà y Xavier Fiol
Hasta el 30 de julio, en ambas.
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