Lo primero que se aprecia es el agua cayendo gota a gota dentro de
campanas casi a ras de suelo. Jordi Alcaraz convierte la pintura en
escultura y moldea la escultura a base de movimientos y sonidos. La
Sala Pelaires acoge un juego de contrastes y paradojas, que incluye
desde espejos hasta hierro forjado. «Mi trabajo es como una
enfermedad, no entiendo la pintura plana, la encuentro muerta». El
interés del autor se centra en lo que está detrás. «Escarbo para
ver qué puedo encontrar».
Lo hallado puede ir desde «el aire que hay en las paredes» hasta
«el negro que se esconde tras el blanco». «Intento trabajar en lo
que más se parezca a la nada» como, por ejemplo, elementos
transparentes como el cristal. El artista se ha adentrado en el
mundo de la literatura y ha reducido una novela a una mancha de
tinta. «Me gusta más un libro en blanco que un papel en
blanco».
La razón de este intento por simplificar el arte, por llevarlo a
su mínima expresión, se debe a que «lo importante siempre está en
otro lugar». «Sucede como con las personas, repletas de palabras
pero con un interior lleno de contradicciones». Por ello, Alcaraz
deja de lado «la fachada de la pintura» y bucea en su «interior».
Un ejemplo de esta concepción es la pared de la galería,
reconvertida en «un mar». De ella surgen cinco piedras que
representan las cinco islas en diferente orden. «Quería convertirla
en algo vivo».
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