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El arte es como la vida... es decir, lleno de sorpresas. Mas por sorpresa tropezó el hijo de trabajadores, Pedro, en una tienda de libros en Barcelona, en la cual había un álbum gráfico de Joan Miró. En este momento no pudo darse cuenta de que esto sería un descubrimiento que dejaría huellas en la vida de Pedro Serra, que no se borrarían jamás. Aquél fue uno de esos momentos que no son grandes, que no relumbran, pero que determinan todo lo que va a venir.
El libro estaba frío y olía a polvo. «Yo no sabía quién era y no tenía ni idea de pintura», comentaba Serra. «Pero el libro simplemente me gustaba. Respiraba vida aunque era tan abstracto». Era tiempo de guerra y España vivía bajo una dictadura. No era tiempo para cosa bonitas.
«Miró es el responsable de toda mi vida, ya que él es el culpable de mi amor al arte», dice Pedro Serra. Muy pronto empezó a comprar cuadros. El primero, con 16 años, con las primeras pesetas ganadas. Más tarde compró más, hasta que no había sitio suficiente en su casa. Después llegaron las esculturas. Al igual que Miró, él las colocaba en su jardín, adquiriendo cada vez más espacio para el mismo.
Hoy, Serra tiene una propiedad de unas 3.000 obras de arte. Las esculturas están en ese grandioso parque en su finca de las montañas de Sóller, en el oeste de la Isla. Un bosque de piedra y bronce. Un museo sin visitantes. Ahí se encierra él en sus ratos libres. Cariñosamente contempla Serra su valiosa estatua de Marino Marini, situada antes de la entrada. «Siempre que puedo vengo aquí», dice. «El arte, el parque y la tranquilidad son mi gran lujo». Impresionantes se levantan las montañas de la Serra de Tramuntana, al igual que el valle de Sóller.
Pedro Serra ha crecido. Un magnate, un zar que mantiene en su corte más de 18 periódicos y publicaciones, seis emisoras de radio y dos cadenas de televisión. «Mi trabajo es muy importante», señala Serra. «Pero esto, aquí, es mi vida».
Al escultor y pintor Joan Miró le conoció Serra en los años 50. Fue un gran amigo, quizás el mejor. El Ying a su Yang. Serra, que construía, que formaba su imperio, y Miró, el surrealista que deconstruyó y se repartía el mundo en pequeñas partes. El patriota y el trágico que, por su sentimiento liberal, se tuvo que ir de España. Que después de los años de la diáspora optó por volver. Orgullosamente muestra Serra un retrato que Miró había dibujado de él cuando juntos habían realizado un viaje en avión, en el cual el artista se aburría. Este dibujo se lo regaló a su amigo. Miró murió en el año 1983. Fueron unos tiempos muy buenos. Ha sido una época, la época de Serra.
Sus tres hijos hace tiempo que ya no están en casa, y la gran cantidad de esculturas rodean la villa como figuras de un libro de cuentos con mil páginas. «El arte es como la vida», dice Serra. «Tan variado, tan creativo y lleno de sorpresas». A la derecha beben pájaros de bronce de una fuente, a la izquierda hay una fuente llena de colores de Niki de Saint Phalle. Valor de millones, de dos dígitos. ¿No tiene miedo a los ladrones? «Usted misma ha hecho el camino hacia aquí», contesta Serra. Y sus ojos miran por un momento sobre sus gafas de sol antiguas por si alguien se escondiese detrás. «Tendría que venir un helicóptero para poder llevarse todo esto».
Una carretera con curvas y casi rozando con el espejo del coche las piedras de los muros de las casas. La llegada hasta la finca está rodeada de limoneros. Detrás de una puerta de hierro, una estatua de bronce, del tamaño de una persona, de dos manos que se están estrechando. Quizás un saludo de bienvenida.
La colección de Serra es confusa y salvaje. Famosos artistas mundiales como Henry Moore y Marino Marini se encuentran al lado de aquéllos que ni tienen nombre y que siempre quedarán así. Los amigos lo llaman ecléctico. Y otros dirían, simplemente, excéntrico. «Yo compro arte que me guste y que me haga feliz», comenta él.
El parque está dividido por cuatro caminos y todos empiezan donde está la casa. Una obra de Lucio Fontana, muchísimas obras de casi desconocidos artistas españoles y un monumental muro de uno de los grandes escultores españoles, Eduardo Chillida. La obra se refleja sobre la superficie, construida expresamente, de un lago pequeño. Gerhard Schröder tiene una escultura de Chillida delante del Bundeskanzleramt. «¿Sabe usted si le gusta?», pregunta Serra. Entre dos almendros se sienta una liebre de piedra de Barry Flanagan.
«Mi dinero lo gano en otro sitio», asegura. «Esto de aquí es sólo gusto. Yo, ahora, me puedo permitir el arte como un lujo».
En las Balears, el Grup Serra de medios de comunicación es puntero. Con el periódico diario más importante de la Isla, Ultima Hora, informa a sus paisanos. Para los muchos turistas ingleses creó, en 1962, el «Majorca Daily Bulletin»; en 1971 le siguió el «Mallorca Magazin», en lengua alemana, por la gran demanda de teutones en dirección aBallermann. A partir de 1996, Serra reconvirtió, por patriotismo, el hoy «Diari de Balears» de la lengua castellana a la catalana. Nunca ha dejado la Isla, aún cuando dinero y negocio le arrastraban.
Para la fuente del autodidacta británico Richard Hudson, en forma de cuatro pechos de mujer, tuvo que ampliar el parque. «Esto pasa continuamente», explica. «Mientras trabajen los artistas esta colección crecerá». ¿Llegará a vender sus obras para poder tener más sitio u obtener beneficios? «No, nunca».
En un corral cacarean las gallinas, al fondo hay unas ovejas y cabras. En algún sitio grita un burro y al lado está una pieza de Keith Haring. El parque es su museo.
No es ésta su única dedicación a las bellas artes. Él fue el primero que editó «La familia de Pascual Duarte», del Nobel Camilo José Cela; después, enciclopedias sobre la cultura de las Balears. Como patrocinador del arte apoya la conservación del patrimonio cultural español, y ayuda a jóvenes pintores y escultores a desarrollarse.
Los premios y condecoraciones que ha recibido ya no los puede contar, comenta. Doctorados de honor, títulos, medallas. La Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X El Sabio, por sus servicios a la cultura, le fue otorgada por el Rey Juan Carlos personalmente. «Ése fue uno de los momentos más bonitos en mi vida», explica Serra.
Muy pronto tendrá que venir el jardinero otra vez. El parque está lleno. Y Pedro Serra quiere ir a comprar. Quizás otro Miró más.

Ulrike von Goetz