Raphael, en uno de sus gestos característicos, en el Auditórium. Foto: SERGE CASES / NURIA RINCÓN

TW
0

EMILI GENÉ

Se hizo esperar, como hacen los reyes: diez minutos de rigor que los súbditos respetaron con la ansiedad de quienes han sido invitados a una recepción largo tiempo suspirada. No les faltaban motivos: Él nos había visitado hace... («ufff» dijo más tarde: «El tiempo pasa para todos. Aunque a algunos se les note más que a otros», añadió con picardía sin necesidad de subrayar que Él se incluye entre los privilegiados).

Raphael apareció con ese paso firme y jovial que tanto le caracteriza y se parece al paseíllo que hacen los toreros antes de la corrida. El delirio. Una emoción colectiva, comunión que no distinguía edades. No cabía ni una persona más en un ambiente efervescente y festivo, que celebraba la resurrección del ídolo, la alegría de poderlo ver en directo. También de escucharlo, aunque sonase a segunda mano.

No importa: la banda sonora que ya es Raphael, (marca con denominación de origen, que «nunca ha recibido ni un euro de sus muchos admiradores», según confesó con la misma picardía), ha pasado a formar parte de nuestro imaginario sonoro, y resuena con fuerza en nuestra memoria. Quizás también lo sepa Él, aunque no lo reconozca, y por eso se rodeó de una amplificación exagerada y de un pianista excepcional.