«Ni él cambió con los amigos en función de la fama ni los amigos cambiamos con él», dijo el escritor, periodista y diplomático colombiano Plinio Apuleyo Mendoza sobre su amistad con el premio nobel, que se remonta a 1947, cuando se conocieron en un café del centro de Bogotá.
García Márquez era entonces un joven bastante bohemio recién llegado a la capital colombiana, «uno de los tantos estudiantes que vienen de la costa Caribe», según lo describe Mendoza en Aquellos tiempos con Gabo, una de sus obras sobre su relación con el escritor.
En esos años la bohemia fue una característica de Gabo que trasnochaba en tertulias literarias al calor del ron blanco y acompañado de sus inseparables cigarrillos, hasta que dejó ese hábito, por allá en los años setenta en Barcelona y pasó a ser «un fumador retirado», como se definió.
De la generosidad del escritor con sus amigos también da fe Mendoza, quien está convencido de que García Márquez intervino muchas veces, sin contárselo a nadie, para salvar la vida de algunos que corrían peligro por la violencia desbordada de los años noventa en Colombia, entre ellos él mismo.
Ese era el García Márquez que habitaba dentro del escritor, un hombre jovial, apasionado por el cine y por el periodismo, un amigo de los amigos, un genio venerado por millones de lectores en el mundo pero que no se sentía a gusto con la fama.
«La fama le incomodaba, de eso no hay duda», apunta Mendoza, que cita una frase que el Nobel le escribió una vez con el desenfado y la frescura que le caracterizaba: «Antes vivía cagado de susto por lo que me podía ocurrir, ahora vivo cagado de susto por lo que me ocurrió».
García Márquez definió Cien años de soledad como «un vallenato de 450 páginas» y su amigo Escalona le compuso en 1983 El vallenato Nobel, que habla de las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, de los pescaditos de oro, de Macondo y del invierno en Estocolmo, una ciudad cubierta de hielo como aquel que el coronel Aureliano Buendía conoció una tarde remota llevado por su padre.
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