Formados en 1984, Los Toreros Muertos fueron una de las bandas más reputadas de aquellos años. Lo atestiguan canciones tan delirantes como resultonas, un glosario encabezado por Mi agüita amarilla, On the desk, Manolito, Yo no me llamo Javier, Pilar o Soy un animal. Temas con estribillos tan febriles como «Pilar no tiene bicibleta / pero tiene un buen par de tetas / que nos las enseñe / que nos las enseñe». Unos versos que su cantante, Pablo Carbonell, deslizaba haciendo el ganso, embutido en un pijama de rayas con el rostro maquillado. Corrían los años 80, una época propicia para una banda que llevaba la frivolidad por bandera, en respuesta a la anterior generación de cantautores y al rock más erudito y pretencioso. Pero nadie podrá tacharles de frivolos, sus textos, que contienen toneladas de ingenio, son una acertada parodía de la sociedad que les envuelve.
Torpe, fondón, guasón, histriónico y grotesco, todos los adjetivos cuadran con Carbonell, el maestro de ceremonias de esta banda que completan Many Moure, Alberto Moraga y el argentino Guillermo Piccolini. Aseguran que han depurado su técnica, lo demuestra la sólidez de su directo, en la que derrochan la misma energía vivificante de antaño. Los concierto rondan la hora y cuarto, pero les da tiempo de ventilarse un repertorio de 20-25 temas, al estilo Ramones, conciertos breves pero intensos.
Quien acuda esta noche a verles disfrutará de una banda irrepetible -en el sentido que prefieran-, dotada de un carisma a prueba de bombas. Una banda capaz de convertir la canción de un tipo obsesionado con su propio pis (Mi agüita amarilla) en un himno cantado a viva voz, tanto por tipos que calzan 50 'tacos' como por neófitos, chavales que acaban de descubrila. Para el público maduro será, además, una buena oportunidad para desenterrar aquellas juergas adolescentes, bañadas en delirio y alcohol, que ya no volverán.
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