Unas 1.500 personas arroparon el concierto de Rapahel en Port Adriano | M. À. Cañellas

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Pasan los años y cambian las modas, pero el incombustible Raphael no pierde ni un ápice de vigencia. Con su flequillo domado a tijera y esa mirada de niño incrustada en un rostro maduro; con su sonrisa ‘profidén’ y sus eternos botines. Nada cambia. Rafael Martos Sánchez, Raphael para el mundo, tampoco ha perdido ese torrente de voz que le eleva a registros impropios de su edad. Y ya puestos, ni siquiera ha cambiado su puesta en escena, ya saben, esa que da tanto juego a sus imitadores. Teatral y excesivo, nadie maneja el lenguaje gestual como él.

A sus 75 años, la memoria no le juega malas pasadas, se conoce al dedillo el repertorio de esta gira que mezcla los temas de su último LP, Infinitos bailes, y sus ‘joyas de la corona’. Estas últimas son las culpables de la movilización masiva hasta el recinto acotado en Port Adriano. 1.500 gargantas que anhelaban recorrer junto a él esos clásicos de leyenda, llenos de afirmación vital, reproches y melodrama. Sin desdeñar su nueva cosecha de canciones, con la que abrió la velada al ritmo de Infinitos bailes y Aunque a veces duela, dos cortes que encajan como anillo al dedo con su talante creativo y temperamental.

Pero el desenfreno llegó con Mi gran noche. A continuación, una antología de clásicos cayendo a plomo, subrayando que el de Linares ‘sigue siendo aquel’, aunque eso implique exigirse hasta el límite.