El inicio de este periplo artístico, sin embargo, se remonta a febrero, cuando Mercer acompañó al artista en un «viaje mágico a París», donde «pude ver su forma de trabajar y nos hicimos muy amigos». De esa amistad nació una colaboración, algo así como una «simbiosis», con ejemplos perfectos como «que mi casa es del siglo XIX, al igual que el edificio del Louvre en el que se inspira la obra».
Reencuentro
Se trata de un año en el que todos hemos pasado más tiempo en casa que nunca, de hecho, «y nos hemos reencontrado con nosotros mismos y nuestros hogares, y les hemos cogido más cariño», algo que puede verse en cómo la gente «adorna más sus balcones que otros años». En esa situación, convertir el espacio más sagrado de uno en un «templo del arte», como si se tratara del mismísimo Louvre, se torna como «una de las mejores formas de celebración», es decir, «a través del arte, que es la mejor de las medicinas», explica el anfitrión.
La localización y el modo de mostrar la exposición son, pues, la «novedad más remarcable», ya que consiste en «explorar nuevas formas de acercar la obra al público». El objetivo final que se persigue es el de «facilitar la experiencia estética que se presupone en todo encuentro entre una obra de arte y su receptor a partir de la calidez del trato y la cuidada presentación de las obras en este singular contexto».
El propio Mercer no oculta lo bien que van los cuadros en sus paredes y confiesa que «cuando se los lleven se me va a romper el corazón», aunque adapta el papel de anfitrión con ganas y responsabilidad. «Me he comprometido a dar una bienvenida acogedora a los que vengan», quienes podrán disfrutar de una copa, comida y, si la situación lo permitiera, hasta de una cena: «Si pudiera metería a 100 personas en casa», manifiesta Mercer. A cambio solo pide una cosa: «Que sean respetuosos con Girbent. Se pueden meter con mis cojines, pero con las obras no».