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Hace casi medio siglo que una serie de científicos dedicados al estudio del turismo concluyeron que los destinos turísticos generalmente atravesaban una serie de etapas que les conducían a la saturación y/o al declive. Ya en los años sesenta Cristaller describía esta evolución en el sur de Francia, mientras que en los setenta Stansfield exponía una evolución similar en el caso de Atlantic City. En esta misma década, Plog (1977) señalaba que los destinos “contienen en su seno las semillas de su autodestrucción” al describir la evolución de los destinos a partir del cambio de la tipología de los turistas.

Uno de los autores menos conocido de este grupo fue Doxey, que se centró en describir la evolución de los destinos a partir de la relación entre turista y anfitrión. Su artículo de 1975 es generalmente recordado por su “Irridex” o índice de irritación turística que mide el grado de irritación o rechazo que generan los turistas en un destino a medida que este evoluciona. El primer nivel del índice se denomina etapa de euforia, que coincide con el descubrimiento y popularización del destino. Durante esta etapa los turistas son bienvenidos y recibidos con el entusiasmo y excitación inicial de lo desconocido. Esta primera etapa es seguida por la de apatía: el destino ya está plenamente desarrollado y el turista es parte del paisaje, una fuente de ingresos cuyos contactos con los anfitriones se concentran en transacciones de tipo comercial en alojamientos, comercios, restaurantes, etc.

La tercera etapa o nivel de irritación llega cuando la industria turística se acerca a su nivel de saturación. Los anfitriones ya no soportan tantos turistas si no es con instalaciones adicionales que compensen su presencia.

Tras esta etapa se inicia la de antagonismo. Los anfitriones muestran su rechazo hacia los turistas a los que consideran como culpables de todos sus males, percibiéndolos como explotadores. Por último, en la quinta etapa los visitantes decidían cambiar de destino como reacción al cambio de actitud de los anfitriones. Recordar a Doxey es terapéutico para entender que lo que recientemente está ocurriendo en nuestras islas es un fenómeno extendido y resultado de la evolución “natural” de un destino exitoso. Pero recordar a estos estudiosos de la evolución de los destinos es reconocer también el fracaso de nuestra política turística. Las enseñanzas de Doxey y compañía concluían con la necesidad de controlar la evolución de los destinos y aplicar medidas paliativas que permitieran evitar los efectos negativos del crecimiento turístico.

Hace casi 30 años que se adoptaron las primeras medidas limitativas para frenar el crecimiento del turismo en nuestras islas. Los denominados decretos Cladera pretendían frenar el crecimiento de la oferta esponjando e incrementando los requisitos medioambientales necesarios para la nueva planta hotelera. La primera Ley General Turística (LGT) prácticamente supuso una moratoria al crecimiento y la segunda LGT pretendía limitar los efectos expansivos de la oferta derivados de la expansión de la figura del arrendamiento turístico.

El retraso en aprobar la nueva Ley Turística, su efecto llamada y sus iniciales ambigüedades ha supuesto de facto incrementar el número de plazas hasta las 623.624, cuando la denominada turismofobia parece acercarnos a la etapa final descrita por Doxey. Si queremos mantener nuestro nivel de vida convendría no solo no aumentar sino disminuir ese número y empezar a aplicar medidas paliativas complementarias frente a la sensación de antagonismo turístico social. ¿O es que un turista no es un amigo?