Ahora, en las últimas décadas, a medida que se han ido abandonando fracasadas utopías, más de mil millones de personas han dejado la pobreza para adoptar una nueva vida más acomodada, con capacidad de ahorro, con acceso a la educación, al medio ambiente limpio, a la sanidad, a una vida mejor y más larga. Cada año 130 millones de personas más siguen ese mismo camino.
Esos avances se producen tanto en lugares que hasta hace poco llamábamos tercer mundo, como también en economías desarrolladas. Ejemplos hay muchos, como el caso de la lejana isla de Nueva Zelanda que decidió dejar de subvencionar por completo la agricultura, convirtiéndola así en uno de los generadores de mayor prosperidad y de las rentas más altas.
O el caso de Israel, que puso el I+D+i en manos privadas para convertirse en líder mundial en patentes. O la construcción modular de Lichtenstein; o las ventajas fiscales de Irlanda; o el éxito económico de Estonia, Singapur, Macao, Dubái, etc.
El proceso liberalizador conlleva, además, la sustitución de los conflictos armados por los acuerdos e intercambios comerciales. Antiguos enemigos, como por ejemplo Pakistán e India, ahora colaboran en la construcción de infraestructuras productivas para ambos. De hecho, a nivel global, las inversiones de este tipo supondrán un gasto cuatro veces superior al total de los gastos militares. Nunca antes había ocurrido.
El acceso al conocimiento, es decir el auténtico motor de la prosperidad, que hasta ahora era patrimonio de Occidente, se extendiende por nuevos países, lo que está provocando una multiplicación de la inversión en investigación, aumentando la velocidad del proceso de transformación. El propio acceso a internet se ha extendido como un reguero de pólvora en un periodo inferior a los 20 años, permitiendo, entre otras muchas cosas, un mucho mejor aprovechamiento de todos los recursos existentes.
El mundo está cambiando aceleradamente en buena parte gracias al mercado, al capitalismo y a la apuesta por la libertad individual. Y, sin embargo, la mayoría de los europeos piensa, erróneamente, que las cosas van a peor. No ocurre lo mismo en los nuevos países emergentes, en donde el discurso liberal no solo es mayoritario, sino que lo impregna todo.
Es cierto que con el cambio hay perdedores y también desequilibrios, pero las ventajas son tantas que aquellos pueden ser generosamente compensados y estos afrontados. Sin duda el realismo permite construir una nueva narración positiva de la marcha del mundo para que esta no se detenga.
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