Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la miseria y la pobreza, fruto del estancamiento, fueron las características económicas predominantes. Hasta que durante el siglo XVIII aparecieron los primeros brotes del capitalismo. Inicialmente todos se maravillaban del nuevo progreso, sin cuestionarse sus límites.
Pero tras algunas décadas de crecimiento, el reverendo Malthus ya observa que hay un recurso natural finito: la tierra, que al ser limitada impide producir los alimentos que la creciente población requiere; anunciado un futuro de miseria y depravación.
Pronóstico que, todas luces, no se cumplió, en buena parte por la técnica y la liberalización del comercio internacional de granos. Efectivamente, el crecimiento económico no solo no se estancó, sino que experimentó un nuevo impulso cuando hacia 1840 políticos genuinamente liberales como el premier Peel gobernaron el imperio británico, la mayor zona de libre comercio.
Con el tiempo esa renovada expansión volvió a generar dudas sobre su continuidad. Teniendo su mayor expresión en la obra “La cuestión del carbón” de Jevons, quien, en 1865, auguró que la humanidad lo pasaría mal por el agotamiento de ese recurso tan propio de las primeras fases de la revolución industrial.
Sin embargo, los problemas planteados por Jevons desaparecieron con la generalización progresiva del petróleo como nueva fuente de energía.
De esta forma se entra en el siglo XX con una notable mejora de las condiciones de vida de aquella parte de la humanidad más involucrada en el capitalismo. Pero en el verano de 1914 se acaba la alegría de forma súbita iniciándose una escalada de conflictos de enorme magnitud que, no obstante, no tienen su origen en la limitación del crecimiento económico por falta de recursos, sino en la explosión de los virus ideológicos nacionalista y comunista.
Cuando, tras dos terribles guerras mundiales y alguna otra local, se comienzan a superar aquellos virus, regresa con fuerza el crecimiento y, con él, la discusión sobre sus posibles límites. El Club de Roma, en los setenta, vaticinó nuevos nubarrones a cuenta del agotamiento del petróleo como recurso esencial. Algo que nuevamente no volvió a ocurrir, al iniciarse un lento, aunque constante, proceso de sustitución del oro negro en el que todavía estamos inmersos.
Y es que el recurso económico esencial no es ni la tierra ni el carbón ni el petróleo, sino la capacidad de creación de la mente humana que encuentra todas sus posibilidades cuando se aleja de virus ideológicos dañinos para abrazar la libertad capitalista.