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La ofensiva de las tropas rebeldes de UNITA y la fuerte contraofensiva lanzada por las fuerzas armadas angoleñas en la altiplanicie de la región central, en las últimas 72 horas, crea un estado de guerra total en el que las poblaciones civiles y funcionarios de las Naciones Unidas son sus víctimas más directas de la escalada bélica.

Este es el criterio de muchos observadores de la guerra de Angola que vieron hacerse en pedazos, poco a poco, los «Protocolos de Lusaka», firmados en 1994 en la capital de Zambia, simbolizando entonces el final de la guerra civil después de más de 20 años de conflicto y dos intentos de paz fracasados.

Para estos mismos observadores la Misión Observadora de las Naciones Unidas en Angola (MONUA) no pudo o no quiso, con ánimo de concesión, denunciar el rearme continuado de las fuerzas rebeldes de UNITA fieles a Jonás Savimbi quien nunca dejó de afirmar que sus tropas estaban dispuestas para una desmovilización total.

La lentitud en la entrega, por parte del movimiento rebelde, de las zonas controladas (entonces casi un 60 por ciento del territorio nacional) al Gobierno de Luanda, fue uno de los primeros síntomas de que UNITA no estaba dispuesta a cumplir, en su totalidad, con el acuerdo de paz de Lusaka.

También, los choques armados, esporádicos, entre grupos de los entonces llamados «bandidos» y tropas del Gobierno para controlar los ricos yacimientos diamantíferos de las provincias del norte, resultó una clara advertencia de que Savimbi no admitiría quedar desarmado y a merced de los acuerdos de paz.