Un avión de salida y otro de llegada cada cinco minutos es una
frecuencia que el aeropuerto de Eivissa soporta de manera desigual.
Hay días que los retrasos son apenas llamativos pero ayer, uno de
los domingos más movidos del verano, hubo esperas de hasta cuatro
horas en el aeropuerto. Dos ejemplos: el avión a Brest (Francia) de
las 08,50 horas tenía previsto el embarque a las 12,50, cuatro
horas después, mientras que otro con destino Leeds (Inglaterra) con
salida a las 09,00 horas estaba reprogramado para las 13,20 horas,
otras cuatro de demora.
Con este panorama, el aspecto del aeropuerto de Eivissa era
pasto de zombies de afterhours con cara de no haber dormido mucho
más de dos horas en cuatro días. También de familias que intentaban
calmar las protestas cansinas de los más pequeños. Los
trasnochadores dormitaban en inverosímiles escorzos sobre las
butacas de las salas de espera. Algunos, de tan profundamente
dormidos, parecían candidatos perfectos a perder un avión de la
manera más tonta: «Uf, me quedé frito». En otros grupos, como uno
conformado por cinco italianas camino de Verona, el sueño no
llegaba a vencer pero el cansancio les hacía adoptar una postura
corporal que nada tiene que ver con las poses de top-model que
seguro han lucido por las discotecas. Las rojeces de los pies,
ahora en cómodas chancletas, desvelaban su adicción a los
tacones-tortura.
Las colas para vuelos a aeropuertos italianos estaban compuestas
únicamente por jóvenes bronceados con una media de edad de 25 años.
Ni una sola familia. Está claro que Eivissa es sinónimo de fiesta y
playa para los habitantes de la bota de Europa.
Un vistazo rápido a la aglomeración de gente permitía entrever
todo tipo de souvenirs de la isla. Esas cosas que hacen que se
adivine perfectamente cuando un vuelo viene de Eivissa. Vestimentas
blancas con puntillas sobre moreno exagerado, decenas de timbales
étnicos que acabarán cogiendo polvo sobre una estantería de
Liverpool o Florencia, manchones en las espaldas que no se sabe si
son un resto de un tatuaje de henna o una calcomanía del Tigretón,
collares masculinos de bolas de colores incompatibles con el traje
de chaqueta que tendrán que lucir pasado mañana y algún que otro
sombrero, sin descartar el mejicano, que como todos saben es la
seña de identidad de Sant Antoni.
Eoverbooking de ayer en las tiendas del aeropuerto ponía de
manifiesto que más de uno se había acordado de que tenía familia a
la hora de llamarles para que le recogiesen en el aeropuerto.
Leer un poco es otro de los entretenimientos en cualquier
aeropuerto. Sin embargo, ayer en el quiosco de prensa se vendía más
tabaco que prensa. «Il corriere de la sera y tres cartones de
Fortuna», «el País y dos cartones de Marlboro», pedían los
clientes. Está claro que en Eivissa fumando se espera mejor a los
aviones que no llegan, tras los cristales de los alegres ventanales
que, al menos, tienen vistas a las Salinas.
Además de fumar también queda el paseo por la terminal, carrito
en mano. Por la forma de sortear al resto de usuarios del
aeropuerto se puede distinguir cuáles son italianos (sucedáneos de
Valentino Rossi, rápidos, intrépidos, dispuestos a hacer un cambio
de sentido cuando menos te lo esperas, o salir de detrás de una
columna justo para machacarte el pie con la rueda), los ingleses
(con más flema, más cansinos y dispuestos a frenar la marcha, que
cinco días en Sant Antoni no dan para muchos acelerones) o alemanes
(que conducen o bien con discreción o bien con la cierta
prepotencia que le confiere el ser miembros del país que tira de la
locomotora europea: «Yo paso y tu te esperas»).
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