Un millón de fieles despidieron este viernes al papa Juan Pablo II
en un histórico funeral antes de su sepultura dentro de la basílica
de San Pedro, que fue interrumpida por los gritos pidiendo su
pronta canonización. «Santo, santo, santo» corearon durante largos
minutos los cientos de miles de devotos y peregrinos que
abarrotaron la plaza de San Pedro para tributar su último díos a
uno de los pontífices mas queridos de la historia, que falleció el
pasado sábado a los 84 años. El féretro de Juan Pablo II, cargado
por 12 porteadores, abandonó en procesión el atrio del templo hacia
la basílica, en cuya cripta será enterrado directamente a nivel del
suelo bajo una sencilla lápida de mármol en una ceremonia íntima y
sin la presencia de los medios de comunicación. En esos momentos,
las campanas de San Pedro repicaban el toque de difuntos y
numerosos obispos agitaban sus manos despidiendo así por última vez
a Karol Wojtyla, el polaco que ocupó el trono de Pedro durante los
últimos 26 años.
El Papa «nos ve y nos bendice», declaró durante su homilía el
cardenal alemán Joseph Ratzinger, decano del colegio cardenalicio,
quien presidió la ceremonia al aire libre celebrada en el atrio de
la basílica de San Pedro. «Ahora está frente a la ventana de la
casa del Señor. Nos ve y nos bendice», dijo Ratzinger, quien fue
interrumpido por 13 salvas de aplausos.
Ratzinger recordó igualmente la última bendición que el Sumo
Pontífice impartió en esta misma plaza a los fieles de Roma y del
mundo el domingo de Pascua, seis días antes de su muerte a los 84
años. El sencillo féretro de ciprés claro y con una cruz grabada
fue colocado frente al altar sobre una alfombra oriental, entre
cantos gregorianos. Sobre el ataúd se colocó el Evangelio, cuyas
páginas volaban al viento en la nublada y fresca mañana primaveral.
El cardenal Ratzinger abrió la solemne ceremonia hacia las 10H30
locales (08H30 GMT) con una breve plegaria e invitó a los fieles a
rezar, antes de ceder la palabra a una joven, Alejandra Correa, que
pronunció en español la «Lectura de los hechos de los apóstoles».
La misa de funerales, cantada por los coros de la Capilla Sixtina y
del «Mater Ecclesiae», fue concelebrada por los más de 100
cardenales presentes en Roma, vestidos con sus paramentos púrpura y
mitra blanca.
A la derecha del atrio, mirando hacia el nutrido grupo de
purpurados, estaban ubicados los mandatarios extranjeros, entre los
que destacaban el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, su
homólogo brasileño, Luiz Inacio Lula da Silva, así como los reyes
de España, Don Juan Carlos y Doña Sofía. Antes del funeral, el
féretro del Papa más mediático y viajero de la historia, fue
introducido en un sencillo ataúd de madera de ciprés y sellado en
una ceremonia íntima a la que asistieron el cardenal camarlengo, el
español Eduardo Martínez Somalo, y el secretario personal de Juan
Pablo II durante los últimos 40 años, monseñor Stanislaw
Dziwisz.
Un millón de personas, en su mayoría jóvenes italianos y
polacos, asistieron en directo al funeral en la Ciudad Eterna:
300.000 ocuparon por completo la plaza de San Pedro y la avenida de
la Conciliación que conduce que vincula el casco histórico de Roma
con la Santa Sede, y otros 700.000 se encontraban frente a través
de las 28 pantallas gigantes instaladas en puntos estratégicos de
la ciudad. Los fieles y peregrinos, entre los que destacaban
numerosos españoles y latinoamericanas, ondeaban cientos de
banderas de distintos países y una gran pancarta que rezaba «Santo
ya«, mientras que la multitud pedía a gritos su rápida
canonización.
«Después de Cristo es el hombre que más esperanza dio al pueblo
de Dios», dijo una religiosa mexicana, sor Juana, de las
guadalupanas de La Salle. Varios centenares de fieles, muchos de
los cuales esperaron toda la noche a la intemperie para poder
acceder al recinto, tuvieron que ser atendidos durante la ceremonia
por médicos y socorristas voluntarios. Las autoridades italianas
pusieron en marcha «un dispositivo de seguridad sin precedentes»
para el funeral más multitudinario de la historia. Unas 40.000
personas, entre agentes de seguridad del Estado (10.000, incluidos
1.000 francotiradores), voluntarios de Protección Civil y empleados
municipales.
El espacio aéreo romano permaneció cerrado durante todo el
funeral y el tráfico de automóviles en el casco urbano quedó
igualmente prohibido, debido a la avalancha humana que casi ha
duplicado la población de la ciudad. «Es como si Roma hubiera
recibido a otra Roma», declaró el jueves el alcalde, Walter
Veltroni. Otros centenares de millones de personas en todo el mundo
siguieron la ceremonia en directo por la televisión.
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