La Constitución española cumple veinte años en medio de una
polémica generada por los nacionalistas españoles que pretenden
inmovilizar una Carta Magna que tiene algunas bondades aún no
suficientemente comprendidas ni agotadas, como por ejemplo, su
propio mecanismo corrector. Respetar la Constitución no significa
convertirla en un documento inflexible, lo mismo que acatarla no
supone compartirla.
El texto aprobado por las Cortes, refrendado por los españoles y
sancionado por el Rey es un documento vivo que prevé la posibilidad
de enmiendas, algunas de las cuales ya se han realizado sin ningún
trauma, sino todo lo contrario. Un ejemplo muy positivo es la
eliminación de la pena de muerte en todos los casos, cerrando la
única posibilidad que dejaba abierta la primera redacción aprobada.
La Constitución vigente fue objeto de un consenso ejemplar que no
satisfizo ni disgustó a todos.
Se debatió, redactó y aprobó con espíritu de reconciliación en
unos momentos en que aún se temían serias amenazas como un
involucionismo propiciado por el Ejército y su actitud de tutelaje
que, probablemente, se cerró a toda posibilidad tras el fracaso de
la intentona militar del 23 de febrero con Armada, Milans del Bosch
y Tejero como grandes protagonistas. Quienes anunciaban amenazas
por la excesiva apertura a un régimen de libertades eran,
precisamente, los que constituían esta amenaza e intentaron
llevarla a cabo.
Ahora, en pleno ensayo de convivencia democrática, hay que
evitar que se confundan los términos con un sano ejercicio de
discusión y debate sobre la vigencia de la Constitución del 78,
veinte años después. El mejor homenaje a ella es, precisamente,
demostrar que nada ni nadie es incuestionable, que todo puede
mejorarse y que no hay que esperar que aquel texto sea
inamovible.
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