Bill Clinton vive unos momentos contradictorios. Mientras los
republicanos le acosan hasta el límite en el caso Lewinsky,
solicitando su dimisión o el inicio del proceso de destitución, su
popularidad aumenta de tal forma que más de un sesenta por ciento
de norteamericanos considera que ni debe dimitir ni ser destituido.
En palabras de Aznar, podría decir que los Estados Unidos van bien.
Muy bien. Y eso, al fin y al cabo, es lo que quieren los
contribuyentes: que se administre bien su dinero y se gestione bien
el país.
Así que, mientras se producían los últimos acontecimientos,
Clinton iniciaba su visita a Israel con objeto de reforzar los
acuerdos de paz de Wye y obtener dos buenos resultados: la
concreción de los primeros acuerdos prácticos, y el refuerzo de su
imagen la ciudadanía norteamericana, de modo que les ponga
difíciles las cosas a quienes han de decidir si inician el proceso
o no, sabiendo, además, que es totalmente imposible una condena
final para la que se necesitan dos tercios de los votos de la
Cámara de Representantes, controlada por los demócratas.
Pero en Israel, Clinton también vive una situación complicada.
Los israelíes le saludan como su protector, valedor y aliado, pero
le exigen un apoyo más allá del de ser un mediador entre ellos y
los palestinos. Éstos agradecen que, por primera vez, un presidente
norteamericano haya hecho un gesto conciliador y haya visitado las
zonas bajo control palestino. Para acallar su disgusto, Clinton ha
prometido, a un exigente Netanyahu, una aportación de mil
doscientos millones de dólares para la construcción de carreteras
que unan los núcleos urbanos judíos con sus nuevos asentamientos.
El inmenso rompecabezas que es la convivencia de Israel y Palestina
en la zona no es fácil de resolver. Y, además de tacto, llevará
mucho tiempo.
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