L a operación «Zorro del desierto», que supuso el bombardeo de
objetivos militares en Irak por parte de tropas de Estados Unidos y
Gran Bretaña, sólo fue un capítulo más de un conflicto que amenaza
con eternizarse. Las autoridades iraquíes anunciaban ayer que no
reconocen ninguna zona de exclusión aérea y que responderán a
cualquier invasión de su espacio aéreo. Además, pedían el
levantamiento del embargo que pesa sobre su país desde 1991. Por
contra, los americanos y los británicos piensan mantener el control
y la vigilancia en la zona.
Las zonas de exclusión fueron fijadas por EE UU, Gran Bretaña y
Francia tras la Guerra del Golfo. Toda vez que la tensión, por el
momento verbal, se incrementa notablemente en la zona, cabe
cuestionarse por la efectividad que han supuesto los ataques de las
fuerzas occidentales sobre Bagdad. Pero es que además, Irak ha
conseguido que los parlamentarios árabes condenen los bombardeos de
que fue objeto.
Puede ser cierto que la capacidad militar de los iraquíes se ha
visto sensiblemente reducida pero, a la vista de los
acontecimientos, es más que razonable pensar que existe el peligro
de un posible estallido bélico. Y no descubriríamos nada nuevo si
hablásemos de la importancia estratégica del golfo Pérsico y de las
reservas petrolíferas que alberga la zona. Por todo ello, una
guerra nos abocaría, con seguridad, a una nueva crisis mundial.
Eso, además, de la sangría humana que es, sin duda, mucho más
importante. La solución al conflicto debe ser estudiada, meditada,
razonada y debe pasar necesariamente por medidas que puedan ser
definitivas y que arrojen la suficiente estabilidad. En el caso
contrario nos volveremos a encontrar con más de lo mismo y con la
espada de Damocles de la guerra sobre la cabeza.
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